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Admiro el buen humor de esos amigos más mayores que yo cuando me narran sus batallitas contra el franquismo. Militaban en el partido comunista, organización disciplinada que plantaba cara de una manera admirable cuando muy pocos se atrevían a la disidencia. Luego, con la democracia, maduraron y sucumbieron al desencanto, retirándose a sus bellos cuarteles de invierno, normalmente la enseñanza y otros puestos de la administración, para abrazar el dulce confort de la vida pequeñoburgesa. Lo del humor y las risas viene cuando me cuentan las sesiones de autocrítica que efectuaban como verdaderos aquelarres de espíritu inquisitorial. Se acusaban de traicionar a la clase proletaria porque, tras sentarse una tarde en la mullida butaca del padre, un empresario triunfador o un abogado de renombre, experimentaban, precisamente, malignas aspiraciones y diabólicos deseos de convertirse a la burguesía. Vade retro, Satanás. Al desvelar sus momentáneos anhelos burguesones ante los camaradas se fustigaban y, a modo de penitencia cruel, en aquellos autos de fe les obligaban a leer 'El Capital' de Marx, lo cual se me antoja de una crueldad intolerable. Gracias a este periódico hemos asistido a un episodio hilarante protagonizado por el flamante vicepresidente 2º, el podemita Dalmau. Lo que antaño eran privilegios dejan de serlo si me beneficio yo, pues entonces se transforman en herramientas necesarias para luchar en favor de la clase obrera. El pobre Dalmau, acaso reconcomido por su conciencia, intentó camuflar, mediante técnicas muy de Chiquito de la Calzada, su abordaje al coche oficial. Pero le pillaron, y ahora deberá de apechugar con un importante ridículo fruto de su frenesí simulador. Por suerte, los capitalistas no le impondremos lecturas de Lenin o Marx, con disparar unas risas nos conformamos.
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