Fue un noviembre de hace trece años que visité por segunda vez París. Podría considerarla, en realidad, la única, pues los recuerdos de la primera ... ocasión se difuminan entre las nebulosas prontoinfantiles, confundidos en la memoria con las fotografías en papel Kodak que se amontonaron desordenadamente en un cajón. Con tal de ahorrar unos eurillos me alojé en uno de esos hoteles que una cadena francesa suele ubicar en la periferia de las grandes ciudades. La estación de metro de Louis Aragon que me conectaba con el centro de la metrópoli quedaba a unos diez minutos a pie de distancia. Es fácil manejarse en el subterráneo parisino; su señalética también está escrita ¡oh! en español. El paseo hacia el suburbano me deparaba una sorpresa; a mitad de camino me topé con una sede de la empresa de cosmética L'Oréal. Ahí, en la comuna de VilleJuif, casi en medio de la nada.
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El primer impacto visual al emerger por una de las márgenes del río Sena desde las entrañas de la tierra y observar en perspectiva aquella ciudad aún sumergida en la neblina matinal fue brutal. Todo me pareció sugerente y hermoso. Desde las grandes avenidas y palacios, el sonido incesante de las sirenas de los coches de policía -allí no son tan meticulosos con el uso de los dispositivos sonoros de prioridad como aquí-, hasta la frescura que lanzan al ambiente urbano esas calzadas adoquinadas que rezuman un agua cristalina que se escurre calle abajo. Maldita sea la grandeza gabacha construida a fuerza de amor propio y expolio de lo ajeno... En Montmartre alcancé tal éxtasis estético que en el estupor hasta me pareció ver a Audrey Tautou haciendo el gamba caracterizada como Amélie Poulain. Por supuesto, no me podía ir sin que me clavaran más de cuatro euros por un café-au-lait -¡más de cuatro euros de hace trece años!- en un establecimiento de esos a los que sólo le falta un señor con boina tocando el acordeón. A ese tipo también lo vi, pero en un puente de los que cruza a la Isla de la Cité. Y es que hay lugares que son postales vivientes.
De mis incursiones volvía al anochecer y, mientras recorría las calles un tanto tenebrosas de aquel suburbio buscando la seguridad de mi hotel, me cruzaba con muchachos de aspecto inquietante. Me llamó la atención que todos llevaban la capucha echada sobre la cabeza. Embozarse sin que estuviera lloviendo me pareció una ordinariez. Eso no se veía en España. Pero las malas costumbres se pegan como los piojos y la capucha rateril llegó a nuestro país.
Qué fea manía la de imitar la cochambre forastera como esa tan agrocarlista de desterrar el castellano del metropolitano de Valencia.
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