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Vamos a suponer que las encuestas (las serias, como la de GAD3 para ABC) acierten y el próximo 10 de noviembre se registre el resultado que ahora mismo vaticinan, es decir, 118 diputados para el PSOE, 100 para el PP, 41 para Vox, 34 para Unidas Podemos, 17 para Ciudadanos, 3 para Más País y 37 para el resto, en el que se incluye toda la sopa de letras de los partidos nacionalistas, independentistas y regionalistas. Lo primero que llama la atención es que el bloque de derechas (PP, Vox y Cs) sumaría 158 escaños, 3 más que el de izquierdas (PSOE, Unidas Podemos y Más País), lo que supondría un vuelco respecto a los comicios del 28 de abril, cuando socialistas y morados (entonces no se presentó el partido de Errejón) alcanzaron los 165 representantes, una notable diferencia con los 147 de liberales, conservadores y radicales de derechas. Pero a los efectos de la gobernabilidad de España esos 158 parlamentarios le resultarían a Pablo Casado tan inútiles como los 147 de hace seis meses porque sigue estando lejos de los 176 que marcan la mayoría absoluta y sabe perfectamente que ninguna formación periférica le va a prestar sus votos para la investidura, mucho menos si va de la mano de Abascal. Tampoco cabría ya la opción PSOE más Ciudadanos debido al batacazo de los de Rivera. Y es impensable que los naranja se sumen a un pacto entre las izquierdas; si está Podemos o Más País, o ambos, no pueden estar ellos. Así pues, salvo que el PP ceda parte de sus votos a Pedro Sánchez para que sea investido presidente y gobierne con el exiguo resultado de 118 diputados, el Gobierno volverá a depender de formaciones que luchan denodadamente por romper España, como Esquerra Republicana de Catalunya. Que los republicanos catalanes demuestren algo más de sentido común que los exconvergentes (para lo cual tampoco es que haga falta esforzarse demasiado) no debe confundirnos sobre sus auténticas intenciones, que no son otras que la constitución de una república catalana soberana e independiente. Ni las derechas ni las izquierdas de ámbito estatal consiguen votos suficientes para entrar en la Moncloa sin las ayudas de vascos o catalanes. Está es la auténtica maldición de la política española, tener que depender de quien no juega honestamente sino que se aprovecha de su posición privilegiada para sangrar al adversario y para poco a poco ir adelgazando el Estado, sus competencias y su capacidad de reacción para afrontar el desafío independentista. En Cataluña, el conflicto tiene fecha de caducidad si no se recuperan competencias educativas (ayer mismo volvía a insistir en esta cuestión Gabriel Tortella en El Mundo) pero esta posibilidad es utópica mientras el resultado electoral sea el que anticipan las encuestas.
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