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El sectarismo supone un maligno virus que ataca casi todos los colectivos. Se equivoca si creía que sólo se delimita entre las fronteras de los progres más tontorrones, la vieja guardia de la progrez que se jacta de haber galopado delante de los grises aunque muchos de ellos mienten porque jamás osaron plantar cara hasta que el dictador yació bajo tierra.
Los que muestran un intratable fervor hacia los malditos y el malditismo en general también segregan un tono flatulento francamente pesado. La militancia fanática, a los escépticos que abrazamos las bondades de la pequeñoburguesía, en trance de extinción por desgracia, nos causa una fatiga infinita. Cuando Bukowski comenzó a recibir cheques de cierto jugo desde Europa (Alemania sobre todo) en concepto de derechos de autor, cambió su chatarra rodante por un coche golosón. Algunos de sus seguidores tomaron este progreso motorizado como una traición. Se lo reprocharon con vehemencia: «¡Bukowski, te has vendido!». El escritor no comprendía estos arrebatos. «¿Se supone que tengo que seguir viviendo aperreado y no puedo ni conseguir un coche mejor?», apuntó. Algunas mentes frustradas sufren esta clase de alucinaciones, en vez de alegrarse ante la prosperidad de su héroe prefieren que continúe esclavizado por esa indigencia que a ellos se les antoja sinónimo de autenticidad, pureza y romanticismo. Keith Richards, 76 años, guitarrista de los Rollings Stones, superviviente de masivas ingestas de paraísos artificiales, ha logrado abandonar el hábito de la nicotina. Sus fans más descalabrados arremeten contra este indigno intento por preservar su salud. El gran vicioso renuncia a su ponzoñoso credo y esto les decepciona. ¿Seria demasiado pedir que los sectarios juzguen a los artistas por la calidad de sus obras, no por su billetera o sus rutinas íntimas?
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