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Marado, Marado

EL FRANCOTIRADOR ·

Héctor Esteban

Valencia

Viernes, 27 de noviembre 2020, 07:40

Uno de los pocos recuerdos materiales que conservo de mi padre fue un libro del Mundial 82 de la Editorial Salvat. Miro sus fotos y lo releo mil veces. El primer partido fue el Argentina-Bélgica, el debut de Maradona en un Mundial -Menotti no se atrevió a llevarlo al del 78- en un once con Mario Alberto Kempes. Aquel partido fue para los belgas, con gol de Vandenbergh. Fillol, el único portero que he visto con el 7 a la espalda, fijó la rodilla en tierra mientras el balón entraba en la portería. Los argentinos se agarraron de nuevo al fútbol con los últimos coletazos de la dictadura y en plena guerra de las Malvinas con el Reino Unido. Esta vez el fútbol no fue balsámico, y parte de la culpa la tuvo el italiano Gentile, que cosió a patadas a Maradona en el grupo de la muerte en el viejo Sarrià: Italia-Argentina-Brasil. Los argentinos cayeron pero el mito emergió. Maradona es fútbol y todo lo demás. El ídolo del pueblo, un genio que ha trascendido más allá de las líneas que marcan el terreno de juego. Nadie hizo más por un país. Su zurda embriagó a millones de argentinos para olvidar durante noventa minutos las penas de la vida. El 22 de junio de 1986, el estadio Azteca de México fue el escenario que encumbró a Diego Armando Maradona en los cuartos de final ante Inglaterra. El 10 anotó el primero, la trampa de la «mano de Dios» en el minuto 51 y cuatro después marcó el gol del siglo. Arrancó desde su campo con el balón pegado al pie y dejó atrás a Beardsley, Reid, Butcher, Fenwick y Shilton. Fue la victoria moral del pueblo, el gol de una vida. Maradona vengó a los argentinos caídos en las Malvinas. Diego hizo a Argentina campeona del mundo y levantó a un país, como cantaba Rodrigo en La mano de Dios, una cumbia convertida en himno: «Y todo el pueblo cantó/ Marado, Marado/ Nació la mano de Dios/ Marado, Marado/ Sembró alegría en el pueblo/ Llenó de gloria este suelo». A Maradona hay que juzgarlo por la trascendencia que tuvo como futbolista, capaz de resucitar a un país y de dar esperanza a una ciudad maltratada como Nápoles, atropellada por el norte de Italia. Valdano, compañero de selección del 10, sacó el bisturí para encajar ayer en una página de El País la vida de El Pelusa: «el fatal recorrido desde su condición de humano al del mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona». Diego cometió errores como tantas otras personas, ser el mejor jugador del mundo no implica ser un ejemplo en la vida. Quizá, sin sus tropiezos, no hubiera sido Maradona. «Cargó una cruz en los hombros/ Por ser el mejor/ Por no venderse jamás al poder enfrentó/ Curiosa debilidad/ ¿Si Jesús tropezó, por qué él no habría de hacerlo?/ La fama le presentó una blanca mujer/ De misterioso sabor y prohibido placer/ En su hábito al deseo y usarla otra vez/ Involucrando su vida y es un partido que hoy día/ El Diego está por ganar.../ Olé, olé, olé/ Diego, Diego.../», se canta ya en el cielo.

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