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De las cuatro ramas de mi árbol genealógico, tres son valencianoparlantes. El lamento ya lo he relatado alguna vez pero insisto en la pena de que en casa se impusiera la vía castellana. El valenciano llegó en forma de libro de texto en séptimo de EGB. En Escolapios de Micer Mascó la asignatura estaba bajo la tutela del padre Puig, alias 'el dimoni'. Volvió a nuestras vidas años después de que repartiera a mano abierta obleas en el comedor del colegio si se nos caía la jarra del agua. Eran otros tiempos. Al margen de este particular ajuste de cuentas, reconozco que me hubiera gustado que el valenciano figurara en mi listado de asignaturas desde que la señorita Mari Luz nos enseñaba a leer con el libro de Pepín. Es bueno que los valencianos sepan y sepamos una de nuestras dos lenguas oficiales. El problema siempre aparece cuando la enseñanza se imparte desde el paradigma de la obligación. Con un sistema en el que en ningún caso hace amable el aprendizaje. La implantación del plurilingüismo en aquellas zonas en las que el valenciano no está arraigado siempre será un fracaso si el punto de partida impide que los alumnos sientan la asignatura como suya. «Todos los niños de mi clase odiamos el valenciano», dice mi hija cada domingo por la tarde a la hora de enfrentarse a la lectura. Los niños no mienten. Reconozco que sus profesores tienen piedad y paciencia con la asignatura. El problema, sin duda, está en la sede de la avenida de Campanar. Marzà pisa poco aquellos lugares en los que quiere imponer sin conocer el terreno. Es posible que al conseller de Educación un paseíto le abriera la mente para encontrar el equilibrio. Quiero que mis hijos aprendan y hablen valenciano. Pero con este método la oportunidad va a ser perdida, estoy seguro. El «trellat» de vez en cuando no viene mal.
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