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Todo resulta muy grosero. Obsceno. Incluso dando por sentado que la nueva política no le da valor alguno a la palabra dada, al compromiso, a la coherencia discursiva. Incluso sabiendo como sabemos que los Iván Redondo y los Pablo Iglesias ven la política como una ficción, como una serie de Netflix o HBO, como un juego virtual, narrativo, en el que la capacidad de maniobra o imaginación no tiene límites, donde la realidad no sujeta ni limita ni contextualiza. En definitiva, como una práctica frívola, irresponsable y que puede acabar provocando enormes calamidades sociales. El pasado domingo, con el 10-N, vimos el último capítulo de la temporada anterior de 'Juegos Monclovitas'. Fue desastroso; un final apasionante, adictivo, cinematográfico. Repasemos. El partido en el poder que abrió una batalla electoral para ganar posiciones salió trasquilado, con 750.000 votos menos y perdiendo terreno. El partido de la oposición ensanchó su espacio, pero de forma insuficiente para disputar el trono. El partido de centro se hundió literalmente y su líder partió de inmediato al exilio por Extremadura, sus huestes ya muy mermadas quedan desorientadas y al descubierto. Irrumpe un partido radical y energético que hasta ahora no había logrado franquear las murallas, pero ya es un operador beligerante en los 'Juegos Monclovitas'. Así terminó el último capítulo, con desasosiego.

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Pero sólo un día después, sin tiempo para darnos resuello a los votantes/espectadores, Iván Redondo ya estaba escribiendo el guión, delirante, de la temporada siguiente. Deprisa, deprisa. Sánchez llama al entendimiento a Iglesias, el líder felón que lleva años acosándolo, haciéndole caer, deslegitimándolo, obstaculizando su estabilidad en el trono. Uno y otro se han dicho de todo, con descalificaciones absolutas y conocidas (se recuerdan estos días por las redes sociales), pero la tensión debe mantenerse, así que uno y otro acuden al encuentro de un abrazo falso y descreído, interesado, y con la incógnita de si les quedan más puñaladas por darse. Hasta aquí la síntesis fundamental de una ficción que sin embargo puede tener consecuencias reales, muy reales, y quizá dramáticas, sobre la política española. Conviene apuntarlas:

1) Ciudadanos sale del tablero, quizá para siempre. Albert Rivera no comprendió algo profundo. Que la ciudadanía en dos ocasiones le dio un apoyo mayoritario para ser partido de gobierno, no de oposición, y las dos las desaprovechó. La primera vez fue cuando ganó las elecciones catalanas y Arrimadas declinó la opción de su investidura; tarjeta amarilla. La segunda ocurrió el 28-A cuando su mandato electoral pasaba por impedir un gobierno de Sánchez con Iglesias, pasaba por pactar con el PSOE y centrar al PSOE, impidiendo sus pulsiones más izquierdistas; tampoco lo hizo. Ya no hubo más oportunidades, el electorado entiende que Ciudadanos no sabe jugar sus cartas de partido de gobierno y lo abandona, como una aplicación que funciona mal.

«Ya hay en el Congreso casi cincuenta diputados de adscripción localista. Todos poniendo la identidad por encima de la ideología»

2) La vida nacional se radicaliza. Baja la centralidad y crecen los extremos. Primero pasó por la izquierda, del PSOE a Podemos. Y después está ocurriendo por la derecha, de Ciudadanos y PP a Vox. El voto se fragmenta. El voto se polariza. El centroderecha ha reaccionado con retardo a lo que primero ocurrió en la otra orilla ideológica, y el ascenso de Vox tiene mucho de contrapeso, o de una defensa propia reactiva, ante la creciente movilización de la izquierda hacia más izquierda.

3) El voto ideológico pierde peso y gana valor el voto identitario, tribal, nacionalista, localista, particularista. Un problema para PP, PSOE y Ciudadanos. Una ocasión para los demás. Por supuesto para los nacionalistas de siempre, para los independentistas catalanes, también para la izquierda podemita que para tener fuerza precisa de esa complicidad histórica con los separatistas. El votante ajeno a Madrid empieza a creer que debe apoyar lo propio para sacar tajada; efecto réplica. Ya hay en el Congreso casi cincuenta diputados de adscripción localista. Están los de siempre (vascos y catalanes); pero también gallegos, canarios, cántabros, navarros, aragoneses. Todos poniendo la identidad por encima de la ideología. Peligroso. En realidad, buena parte del ascenso de Vox tiene también que ver con eso, con el afloramiento de un españolismo adormecido desde la Transición que ahora se siente soliviantado por los nacionalismos periféricos.

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4) Pero el Congreso también es un mercado persa. El pacto de Sánchez e Iglesias obliga a comprar muchos apoyos, apoyos caros. A unos se les comprará con las decisiones políticas que atentan contra la unidad de España, léase ERC, a otros con las inversiones territoriales, como a santanderinos o turolenses. Si esta tendencia tiene éxito, desencadenará una cascada peligrosa, otras provincias o comunidades pueden intentar copiarles, favoreciendo a partidos locales que se mueven exclusivamente por intereses particulares. Quizá no haya nada más peligroso para el futuro de España como el retraimiento de los grandes partidos nacionales, que deberían velar por los intereses comunes, al margen de territorios concretos.

«Quizá no haya nada más peligroso para el futuro de España que el retraimiento de los grandes partidos nacionales»

5) Esta mezcla resulta tan explosiva que PSOE y PP deberían sentarse hoy mismo a negociar puntos de acuerdo desde la discrepancia. Los españoles han votado y el tablero está como está. Sánchez tiene que gobernar porque no hay alternativa, guste o no guste. El PP debería ofrecerle unos mínimos, la abstención, a cambio de pactar un marco de juego y esos desafíos cruciales y eternamente aparcados: contener a Cataluña con la ley en la mano, reformular el modelo territorial y la financiación autonómica, salvar el sistema de pensiones, consensuar los ejes económicos, recuperar el control de la educación. Y una nueva ley electoral que, entre otras cuestiones, contemple la segunda vuelta, para romper una deriva en la que deciden nacionalismos y extremismos.

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6) Seguramente no lo harán, porque las militancias no quieren ese marco de acuerdo entre los dos grandes partidos. Pero el pacto de Sánchez con Podemos va a arrastrarnos por una pendiente negativa. Habrá cesiones al independentismo catalán. Habrá nuevas polémicas a cuenta del sectarismo ideológico, a cuenta de las memorias históricas parciales. Habrá problemas con los derechos constitucionales en asuntos capitales como la educación; Celaá ya ha amenazado. Y habrá derroche presupuestario en un momento en el que la economía pide la máxima contención, porque la desaceleración cada vez toma más fuerza. El presupuesto de Sánchez será expansivo, para pagar el apoyo de los diputados nacionalistas y regionalistas, para satisfacer las políticas de gasto de Podemos, para alimentar el clientelismo sanchista. Durante doce, quince o dieciocho meses veremos alegría con el gasto público. Entonces vendrá el ultimátum de Bruselas, tras unos cuantos avisos diplomáticos. Sánchez se verá contra las cuerdas con un déficit desbocado. Volveremos al Zapatero de 2010, cuando tras el derroche vinieron los recortes. Quizá Sánchez, como Zapatero, se someta. Quizá haga de Sánchez y vuelva a subir la apuesta, convocando elecciones. Es el momento que seguramente esperan PP y Vox, un país crispado, excitado, asustado, con ganas de dar una lección en las urnas a las izquierdas insensatas. Quizá sea la oportunidad que aguardan PP y Vox, el problema es que para mucha gente otra vez será demasiado tarde.

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