Desgraciadamente estamos acostumbrados a que la política nos muestre su peor cara en demasiadas ocasiones. Somos testigos habituales de rifirrafes plagados de descalificaciones, de ataques entre partidos que poco tienen que ver con el bien común de los ciudadanos, con zancadillas entre compañeros para ganar ... protagonismo, con declaraciones incendiarias sin medir a quién pueden afectar.
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El panorama nacional ha contribuido a esta mala imagen en los últimos años con espectáculos bochornosos como el que nos obsequió el PSOE cuando desalojaron a Pedro Sánchez, o el que propició, cremas mediante, la salida de Cristina Cifuentes de la presidencia de Madrid. Todo esto debería habernos generado callo suficiente como para que no nos sorprendiera ninguna nueva acción y reacción.
Sin embargo cuesta no estremecerse con lo sucedido en las filas del Partido Popular durante los últimos siete días, en los que hemos asistido a la caída de Pablo Casado.
El retrato que esta crisis deja de sus protagonistas resulta demoledor, por las intenciones que les han movido a cada uno de ellos y por las formas que han utilizado a la hora de posicionarse. Como si fuesen fichas de un ajedrez -y nosotros espectadores que observan desde un mirador- les hemos visto moverse de un lado a otro del tablero sin escrúpulo y de manera bastante inmisericorde.
Seguro que había modos mejores de gestionar esta situación, sin necesidad de someter a nadie a semejante escarnio. Esto no va de ideologías, de si te gusta más o menos Casado, de si te cae mejor o peor Ayuso, de si eres de izquierdas o de derechas. Esto va de formas. Y esta vez se han perdido por completo.
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El origen del conflicto lo provocó una acusación de corrupción que asombrosamente ha quedado relegada en la atención mediática. Aquello sirvió de detonante para que todos los miembros del PP se posicionasen y permitiesen descubrir cuáles son sus prioridades.
Hubo dos reacciones rápidas: la de los que enseguida vieron la oportunidad de escalar posiciones y empezaron a cavar la tumba política de Casado, y la de la masa que ni se detuvo a tener opinión propia y simplemente quiso asegurarse de que su asiento no peligraba. Estos últimos el día de autos no tardaron en colgar un mensaje de apoyo a Casado en las redes sociales. Ahí, bien visible. Pero tan pronto como quedó claro que el poder viraba de lado cogieron la pala y contribuyeron a hacer más grande el agujero en que acabaría enterrado el último presidente del PP. Ni disimularon. Abandonaron los cargos con los que este les había obsequiado, renunciaron a sus puestos y se pelearon para que una cámara les grabase cuanto antes renegando, pidiendo la cabeza del líder al que habían llamado amigo apenas unas horas antes.
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El aplauso en el Congreso fue la última y sonora patada. Él, encima, se mostró agradecido.
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