Se llamaba Abel. Estaba tirado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. En lo más granado del Madrid de los Austrias. En ... plena calle Mayor, a tiro de piedra del punto en el que un anarquista intentó matar a Alfonso XIII y Victoria Eugenia. A unos metros del espectacular cogollo que forman la Catedral de la Almudena y el Palacio Real. Entre grupos de turistas japoneses siguiendo como un enjambre un cartel de 'follow me'. A los pies de ejecutivos con auricular y micro en la oreja, balanceando sus maletines de cuero. A la intemperie con apenas un gorro de lana, una chaqueta de pana y unos guantes con los dedos rotos. Y con un cartel que le servía de reclamo para pedir limosna. Un auténtico mantra de filosofía vital. «Soy pobre, sí. Pero hace muy poco no lo era. Como tú». Pensadlo.
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Aunque en realidad no me acerqué a él por su letrero. Suficiente reclamo sí era. Pero me llamó la atención otra cosa. Llamadme insensible, pero acabo sintiendo más lástima de los animales que están en la calle que de los humanos. Los primeros no pueden hacer nada para evitarlo. Los segundos, aunque difícil, al menos tienen posibilidades si la vida y la suerte les sonríen. Entre las piernas de Abel se acurrucaba una pequeña bolita de pelo. Un cachorro de perro de esos que en mi pueblo llamamos 'mil leches'. Un mestizo de toda la vida. Un animal sin estirpe ni raza. Pero con un corazón y un alma enormes, como todos los perros. Abel tenía pinta de pasar hambre. Mordisqueaba un cantero de pan con lo que parecía jamón york dentro. Y por cada bocado que se metía en la boca, otro iba para 'Paqui'. Así me dijo el mendigo que se llamaba el cachorro. Un nombre con el que el sintecho recordaba, de manera amarga e irónica, la empresa de paquetería que un día tuvo. «Es bonito, ¿eh?», me preguntó Abel cuando me acerqué atraído por los pequeños ojitos de 'Paqui'. Negros como el carbón, vivos como el fuego. El perrillo movía sin cesar una pequeña cola blanca. Hecho un ovillo entre los botines de piel que lucía el mendigo. Calzado de lujo. Nuestras miradas se cruzaron. Él vio curiosidad en la mía. «Es lo último que me queda de mi anterior vida. Lo demás, o lo he perdido o lo he empeñado».
Abel bajo entonces la vista y señaló su cartel. «Soy pobre, antes no. Como tú». Aceptó mis monedas. Pero sobre todo recibió con el alma caliente mi conversación. «¿Qué te pasó?». Me contó que tuvo una infancia y una juventud con una familia bien de clase media alta. Estudio Económicas en la Universidad de Salamanca. Un máster de no recuerdo qué vaina financiera y con muchos ceros en la matrícula en Madrid. Y decidió hacerse emprendedor. Optó por el viacrucis de los autónomos. Esos que los políticos tanto alaban por su sacrificio y creación de empleo. Los mismos a los que fríen a impuestos. Y los mismos a los que dejan de adorar cuando consiguen el éxito y hacen dinero. Entonces, a fusilarlos. Que le pregunten a Podemos. La historia de Abel no tiene nada de especial. Puso en marcha una empresa de máquinas de lavado callejero que no cuajó. Luego otra de motos eléctricas que se llevó por delante la competencia. Al final, otra de paquetería que acabó hecha trizas por el gigante Amazon. Abel se dio a la bebida. Perdió su familia. Y perdió la vida. Allí sigue en la calle Mayor. Como una moraleja andante de que siempre nos quejamos del puñetero trabajo, del horario y del escueto sueldo. De los problemas. Pero tenemos un techo que nos cubre. Un plato de comida caliente. Un sofá mullido en el que cobijarse nuestro 'Paqui'. Somos ricos. Y Abel bien lo sabe.
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