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Imposible no conmoverse ante esos abandonados críos de ojos descomunales sobre las baldas de unas roñosas estanterías metálicas que parecen nichos fúnebres en el desolado ... país de Mad Max. Por fin descubrimos que los menores representan el eslabón más débil. Consagrados artistas bajaban desde la pulcra Europa hasta el pintoresco Marruecos para abrazar con libertino y vicioso espíritu los paraísos artificiales. Estimulados por los sensuales vapores de los canutos y el perfume de los zocos, de paso, compraban carne fresca; esto es, chavalería famélica sin futuro mercadeada por sus propios familiares a precio de saldo.
La tropa progre que ahora llora ante la avalancha infantil en Ceuta, silenciaba las canalladas de los caníbales sexuales bien conocidos de las letras. Cerraban el pico porque, en fin, los faranduleros de menorera afición eran de su bando. Les admiraban. Les perdonaban. En aquel Tánger de los setenta, recuerdo ver, paseando una tarde de la mano de mi padre, plantificados frente a la oficina de Correos, una cola de melenudos encorvados vistiendo colores estridentes. Compuse ojos como de Nadia Calviño tras escuchar a Yolanda Díaz, por eso mi padre explicó aquella procesión: «Son jipis seguramente de California. Van a recoger el dinero que sus millonarios papis les mandan para así haraganear hasta que se les pase la tontería.» Quizá alguno de aquellos jipis hoy ocupa relevante puesto en la administración de Biden, eso explicaría que le profesen mayor cariño a Marruecos que a España. En aquel fulgor africano supongo que se emporraron mejor y más barato que en nuestro país. Eso, y comprar tersa carne inocente, les debió marcar. Pero de los menores humillados pocos se apiadan. Y sobre las menores prostituidas en las Baleares cae un hermetismo repugnante, espeso. Incluso entre los menores hay
clases.
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