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Arturo Pérez Reverte es el autor literario que más respeto y del que más he leído. Me atrapó, como a otros muchos, con su capitán ... Alatriste allá por los años 90 del pasado siglo. De 'Línea de fuego', última obra que he tenido el gusto de leerle, únicamente puedo decir cosas buenas y expresar mi estupefacción y admiración por el monumental trabajo previo de investigación y documentación y por la capacidad del escritor para desarrollar tantos personajes con tan distintos perfiles y conseguir encajarlos de manera coherente en una misma historia. El cartagenero, conocedor experto del fenómeno bélico, hace en esta novela un probo esfuerzo por plasmar la crueldad imparcial de la guerra, esa que campa entre los contendientes sin distinción de ideologías ni de uniformes. Pero también la heroicidad, la bondad espontánea entre enemigos o la camaradería entre compañeros como hechos destacadamente positivos que la guerra arranca de los seres humanos. Y es que el atrevimiento -y la novedad- de narrar la Batalla del Ebro, la más grande y mortífera de la Guerra Civil, a través de los ojos de legionarios, falangistas y requetés, de los milicianos comunistas, anarquistas y del resto de tropas del Ejército Popular merece sin duda un reconocimiento. Pero el ímpetu contestatario del autor de 'El maestro de esgrima' ha ido disminuyéndose con el tiempo hasta quedar reducido a una lucha contra el «lenguaje inclusivo» y el emponzoñamiento del español. Que este académico de la RAE, defensor de la guillotina revolucionaria y anticlerical declarado, acabara convirtiéndose en su día en un referente moral para los que hoy engrosan las filas del revisionismo hispanista, furibundos antagonistas de la leyenda negra española, se debió a una gran confusión. Sin quererlo, con aquellas obras suyas ambientadas en el áureo y pendenciero Siglo de Oro, no sólo despertó la curiosidad por conocer con detalle a las mejores unidades militares de la época, los tercios españoles, sino también por aquel contexto histórico dominado por los deslumbrantes Austrias, época de aventuras, gestas y conquistas sin parangón. Este ácido descreído de las banderas y de los patrioterismos hizo flamear con tal airosidad la Cruz de Borgoña en los embarrados campos de Flandes que, sin darse cuenta, allanó el camino para el advenimiento del exitoso 'Imperiofobia' de su criticada María Elvira Roca Barea. De imaginar una «daga vizcaína» hundiéndose en el pecho de un orangista grandullón en Breda a estudiar la sesuda y catolicísima Controversia de Valladolid; de la novela histórica al ensayo como evolución natural del curioso. Ese es su mérito.
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