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Me culpo de ser un pecador. Me equivoco muchas veces. Y sufro por ello. A la mayoría le ocurre lo mismo. Nadie es perfecto (Messi en el fútbol sí podría serlo y Kate Winslet en el cine también). Pero de ahí a tener la mente enferma para urdir el asesinato a sangre fría de tu marido sólo porque te molesta va un abismo. Esto ha ocurrido. En Valencia. La acusada es una joven de 27 años. La historia da para una serie en alguna de las cadenas comerciales españolas, tiene toda las aristas necesarias para enganchar al personal. El supuesto amante de la mujer fue el ejecutor con un cuchillo cebollero. Lo esperó en el garaje y lo acuchilló ocho veces. No estamos hablando de ajuste de cuentas por motivos de droga o de delincuentes habituales. Lo hacemos de personas 'normales', con formación académica, de los que jamás sospecharías, que si vivieran en el piso de arriba los tildarías de perfectos vecinos. Me asusta lo inesperado, me horroriza que la gente traspase líneas sin el menor dolor de conciencia, me espanta que haya quien no distinga entre el bien y el mal. Horror.

Es descorazonador leer whatsapps entre chavales que se hacen públicos. El machismo, la violencia verbal y las amenazas fluyen como el agua. Nuevas generaciones en las que todo vale. Lo último es la denuncia de una chica a un grupo de estudiantes que planeaba por el chat telefónico hacer una «manada» con ella. Tanta conexión tecnológica implica desconexión del mundo que rodea a los jóvenes.

Me consuela la minuciosidad y la insistencia policial para esclarecer los hechos y que los malos paguen. Cinco meses después ya están en el trullo. O como en el crimen de Diana Quer, donde con los destellos de luz del coche lograron dar con el culpable. Pero las víctimas no volverán. Sí, tengo miedo.

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