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Me precipito irremediablemente -salvo máquina del tiempo que evite a última hora esta catástrofe- hacia la treintena. No se me ofendan aquellos que pasaron este trance hace ya un tiempo, pero entiendan que a cada cual le escuecen sus heridas. En menos de una semana habré concluido esta fascinante tercera década. Y, pese a la disconformidad que advierto, la única generación que terminológicamente me ampara es la de los acuñados como 'millennials'. Hijos de la digitalización, la investigación y el progreso tecnológico, pero también víctimas de una insaciable precariedad. Accedimos al mercado laboral cuando apenas existía empleo disponible. Nuestra adolescencia pasó, sin apenas previo aviso, del boom inmobiliario, el bienestar y las hipotecas con interés variable sin aval y a cuarenta años a que la prima de riesgo a seiscientos puntos -que ni tan siquiera sabíamos lo que era- nos quitase el sueño. «Perezosos, conformistas y malcriados», así nos describieron los medios durante años, aunque dejamos, de un día para otro, de ser los 'ninis' a ocupar los primerísimos puestos en las estadísticas del paro. Formo parte de esa prole que comenzó teniéndolo casi todo -aunque acostumbrásemos a llamar a contra reembolso- y que se adentró en eso que tildan de vida adulta cuando ya no quedaba de casi nada. Vivimos en nuestras carnes como ser mileurista dejó de ser un lastre a que se considerase un verdadero lujo. Estudiamos y nos formamos, y según los últimos estudios somos todavía los más cualificados, pese a que la demanda realmente no nos necesitase. Incorporaciones tardías a las carreras profesionales, retrasos en el desarrollo personal, sin hijos, compartiendo piso, con los alquileres por las nubes, los salarios por los suelos y sin llegar a fin de mes. Siempre seremos los que, como diría Serrat, pasaremos la vida pareciendo que «fa vint anys que tinc vint anys».
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