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Los ministros prescindibles

ARSÉNICO POR DIVERSIÓN ·

María José Pou

Valencia

Viernes, 27 de noviembre 2020, 07:41

Por más que lo intento, no consigo recordar ninguna aportación del ministro de Consumo, Alberto Garzón, o del ministro de Universidades, Manuel Castells, que sean verdaderamente reseñables. Intervenciones memorables hay pero no precisamente por su fina inteligencia, su enriquecimiento social y su carácter imprescindible. Mucho menos por justificar con ella sus sueldos. Esos que pagamos todos junto al que perciben las decenas de asesores de cada uno y cuya gestión resulta a todas luces irrelevante.

El ministro de Consumo se confunde en el imaginario colectivo con algún portavoz de consumidores que un día difuminó las líneas que diferencian el liderazgo social y la actividad política. Su inspiración ha servido para que el ministro tenga algo con lo que asomar la cabecita muy de cuando en cuando por los medios de comunicación; el juego, las mascarillas, las suspicacias hacia los bancos, las multinacionales o la monarquía. No pasará a la historia por su política naïf, carente de sensatez y sentido de la realidad. Fue él quien minusvaloró el turismo como motor económico nacional, inició cruzadas contra la obesidad infantil, y, recientemente, en su lucha contra el azúcar blanquilla, demonizó el zumo de naranja para escándalo de toda la agricultura valenciana, los devotos del néctar del azahar y quienes sirven cada mañana miles de litros naturales con los que desatascar las arterias españolas. En eso ya ha corregido el tiro la criatura. Es lo que tienen los mundos de Yupi, que en ellos lo que no es tofu es triglicérido.

El otro ministro que podría suprimirse sin que se resintiera el país es el de Universidades, desaparecido desde que nos confinaron. Solo reaparece como un topillo en un campo castellano para comprobar que sigue ahí, alimentándose de la cosecha de otros. Aquel que ejercía de gurú mientras solo se le conocía como catedrático, visionario de las Nuevas Tecnologías, ha terminado convertido en el plasma que tanto preconizaban los voceros del advenimiento digital. Ni está ni se le espera. Ni se sabe en qué anda en medio de una situación atípica y compleja para la universidad española. Lo más que sabemos es su mensaje inquietante en sintonía con la ministra Celaá, contra la privada. Mientras las universidades públicas están necesitadas de una revisión a fondo y una optimización de recursos públicos, el problema del ministro es la privada. Su búsqueda de beneficios, arriesgando el dinero particular, es un problema para él. No lo es, curiosamente, su antítesis con el dinero de todos, que es su verdadero negociado.

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