Mírame a la cara cuando me hablas
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Reconozco que peco a menudo de estar mirando el móvil mientras me hablan. Y entiendo que a veces eso pueda molestar. Hay conversaciones intrascendentes que no requieren de toda la atención y otras en las que se justifica no perder de vista el teléfono por ... estar pendientes de cuestiones laborales.
En cualquier caso no da una buena imagen que en una conversación una de las partes no mire, ande distraído con cualquier objeto, tenga su interés repartido en distintos menesteres. Habrá quien sea capaz de atender varias empresas a la vez con idéntica eficacia, sin que se le despiste un dato o sin que se le escape cualquier matiz. Pero como estampa no es la más apropiada. No pinta bien.
Aún es peor con público delante, si alguien desde fuera contempla la charla sin conocer la relación o códigos establecidos entre los dos intervinientes, si juzga solo por la apariencia.
En ocasiones las apariencias sí importan. Por lo que puede simbolizar, por el retrato que queda, por la impresión que deja. Las formas en algunos campos adquieren relevancia debido a la trascendencia y al ejemplo que significan.
En la política es uno de los casos. Reflexionaba sobre todo esto mientras contemplaba a Feijóo tras su primera intervención en el Senado, mientras Pedro Sánchez respondía a sus argumentos y le interpelaba. Eran unas palabras que le dirigía específicamente a él.
Pero Feijóo no miraba. Se empeñaba en escenificar que no atendía, entretenido tomando notas o comentando con su compañero.
Prestar atención es, en ámbitos políticos, sinónimo de debilidad; equivale -en estos tiempos convulsos que vivimos- a dar la razón a lo que el otro dice. Por eso solo se simula atención cuando el que expone comparte ideario y se niega si se considera rival.
Leemos solo aquello que sabemos que nos va a dar la razón, escuchamos a los secundan nuestras ideas, atendemos a los que se atienen al guion que esperamos, miramos solo si nos conviene lo que nos cuentan.
A Feijóo no le interesaba lo que el presidente del Gobierno tuviera que decirle. Había ido a soltar su perorata, a lanzar un discurso a los que forman sus filas, a hablar a sus fieles. Lo lógico sería que acudiese para preguntar, examinar, salir de dudas, pero ya no se hace así en esos lares. Cada grupo habla para los suyos, no para convencer o rebatir a los de enfrente. Porque lo del nuevo dirigente del PP no es una excepción. Todos lo hacen. O casi. Pocos son los que miran al oponente cuando les contesta, los que se interesan por las respuestas, los que no solo van a oírse a ellos mismos.
Tal vez si Feijóo hubiese atendido después se habría enterado de que la prima de riesgo en España no está en 250 puntos como aseguró. Aunque lo cierto es que Sánchez no se lo corrigió después, como debería. Quizá tampoco lo sabía. Y en esas manos estamos.
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