Hay una lección que tarde o temprano todos aprendemos. Y es que el mundo no se detiene ante nada. Da igual que lo que nos ... suceda sea más o menos grave, que nos enfrentemos a una pérdida enorme o que debamos sobreponernos a una desgracia que haga tambalear lo que hayamos construido hasta entonces. La vida va a seguir. Sigue impasible ante todo y todos. Continúa de tal modo que a veces incluso nos sorprende que sea capaz, y la miramos de manera furibunda, como para exigirle que respete nuestro dolor, que se solidarice con nuestro duelo, que cese durante unas horas o días hasta que nos hayamos recuperado y podamos volver a movernos sin caernos.
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Pero no para. Da igual lo que esté aconteciendo en el interior de tu casa, de tu habitación, de tu alma, ahí fuera el día a día ha de proseguir a su ritmo, sin dar tregua, sin que nada le afecte. Es posible que tú no dejes de llorar, que te falte aire que respirar, que te notes agotado, que desfallezcas, pero en las terrazas cercanas seguirán sirviéndose copas, por las paredes se colarán las risas de tus vecinos, y en la televisión volverán a emitir esa serie o programa que solías ver cuando no había pasado nada.
Ajeno a tus males el mundo se empecinará en hacer como que no ocurre nada, tirará para adelante y te dejará abandonado, con la extraña sensación de que debes reponerte cuanto antes para no quedarte atrás, para no desengancharte de la vida. No hay tiempo para tus lamentos, tus cavilaciones, tus dramas. Los demás van a continuar persiguiendo sus sueños, reclamando sus derechos, reivindicando su lugar, ganando parcelas. Y no guardarán luto por ti.
Uno no es consciente de todo eso mientras los suyos están bien, mientras su rutina -aun con altibajos- se mantiene intacta cada día, mientras se acuesta y se levanta con unas preocupaciones que puede sobrellevar. Hasta que una de esas variables falla. Hasta que una sacudida fuerte te indica que los días felices no son eternos. Hasta que descubres por primera vez qué es el vacío.
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Hace diez años yo miraba por mi ventana y me preguntaba cómo era posible que justo en aquel momento se sucediesen acontecimientos de un modo tan precipitado. Estaba rodeado de silencio y me costaba discernir nada. Las calles gritaban, y se llenaban de indignados que anhelaban cambiar una sociedad que les oprimía, que ya no les representaba, que les había fallado. Ellos corrían hacia un lugar desconocido y yo deseaba, sin embargo, ir hacia atrás. Acababa de perder a mi padre y sentía la necesidad de reconquistar el tiempo perdido, de ajustar las cuentas pendientes, de desenterrar las palabras no dichas. Por supuesto no lo conseguí. El mundo no se detuvo por mí. Siguió adelante. Y yo me incorporé a él cuando pude. Aquel 15M lejano había mucho ruido, pero yo no conseguía oír nada.
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