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Desde mi legítima aspiración a un mundo ideal, no me gusta la política de cuotas. La discriminación, aunque la adjetivemos como positiva, discriminación es a fin de cuentas. En ese mundo ideal que persigo, ungido por los valores de la meritocracia, la cualificación profesional de una persona jamás se vería condicionada por su sexo, la raza que le confirió la genética o el credo al que le condujo su libre albedrío. Trasladada la reflexión a la esfera personal, no es justo que en igualdad de condiciones vea mi hijo obstruida alguna vía laboral en beneficio de mi hija simplemente porque él es hombre y ella mujer. Nadie debería penar los errores de sus ancestros. Sin embargo, rancias interferencias distorsionan el razonamiento como se nublaban aquellos viejos televisores de tubo, atrapándome en mi incongruencia. Ora emponzoña el ánimo un discurso ideológico propio del Pleistoceno, ora atruena el claxon de un autobús con el odio por fuerza motriz, ora un alud de informes nos asoma al abismo de brechas ominosas, resignados silencios, techos invisibles que hacen diferentes a quienes sólo podemos ser iguales; nada que ver con mi mundo ideal. Y no es que pase inadvertida la demagogia de los políticos que cada 8 de marzo instrumentalizan el drama de la mujer, especialmente cuando el futuro viene embalado en una urna. Si todos esos que ahora se llenan la boca con reivindicaciones, muchas justas, efectismo barato otras, hicieran cuanto está en sus manos el resto del año, igual tal día como mañana no tendríamos nada que conmemorar. Pero ni siquiera ese oportunismo crispante oculta que en materia de igualdad llevamos muchas décadas de retraso, y hasta que pongamos el reloj en hora no queda otro remedio que aceptar que en la injusticia anida la virtud. La discriminación nunca será positiva, pero aún es imprescindible. El problema no está en las cuotas, sino en quienes las siguen haciendo necesarias, llevando a que paguen justos por pecadores. Porque mi hija lo tendrá más difícil que mi hijo. Introducir factores correctores que compensen este hándicap es nuestra misión como sociedad; conseguir desde la educación que él lo entienda, la mía como padre.

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