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Falta casi un mes para que llegue la Navidad, y sin embargo el ambiente del festejo adelantado ya se está viviendo. Esto ahora no toca, ¿ ... verdad? A pesar de todo ello, en numerosos supermercados los compradores se agolpan en los anaqueles donde se muestran golosos manjares propios de la época navideña. Todo ha cambiado.
Los días de Navidad en su mes correspondiente se han perdido, como han desaparecido también las estaciones del año por culpa del cabreo que tiene la climatología, harta ya de soportar las agresiones de los humanos y que, a pesar de las advertencias, algunas muy graves, no cesan a pesar de que globalmente se manifieste la conciencia de enmendar errores; un remedio que nunca llega. Aquello de distinguir entre primavera, verano, otoño e invierno es historia que algunos que peinamos canas hemos tenido la suerte de disfrutar. Ahora, ese cambio estacional casi ni existe.
Con todo ello, queda más que demostrado que la Navidad, que tenía un marcado carácter religioso, ha cambiado en las últimas décadas pasando a convertirse en un reclamo de tipo comercial y consumista por encima de reflexiones de tipo ecuménico. ¿Qué ocurre con todo ello? La aparición de una tensión entre lo profano y lo religioso, aunque cada uno es libre de pensar y obrar como quiera. Faltaría más.
En resumen, hemos convertido la Navidad en una celebración consumista de primer orden, un festejo que ni interpela ni cuestiona la conciencia; una festividad que adormece el espíritu con sus luces y champán; una fiesta que satisface a unos y consuela a otros.
Un fenómeno para destacar, que he mencionado en numerosas ocasiones, es que la proximidad de la Navidad provoca la aparición de millares de personas solidarias que se plantean nuevos propósitos. ¿Qué pasa? ¿Somos buenos y comprensivos sólo en Navidad y durante el año pasamos olímpicamente del necesitado? No es de recibo.
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