Nombres de pila

Alessandro, Bruno, Camilla, Claudia, Elisa, Francesco... Y así hasta los 41 nombres de las víctimas confirmadas en el hundimiento del puente Morandi, en Génova. En el funeral de Estado celebrado anteayer, a pesar de la ausencia de algunas familias disconformes con la actuación de las autoridades, el momento más emotivo fue el de esa lista. Algunos familiares rompían a llorar cuando escuchaban el nombre de su ser querido; otros lo esperaban llorando sin parar, agarrados al féretro y los asistentes acompañaban a las familias con un largo y cálido aplauso durante todo el tiempo que tardó el cardenal Bagnasco en leerlos. Impresionaba aún más que en otros casos por la familiaridad que daba el evocarlos solo por su nombre de pila. Sin apellidos. Sin títulos. Sin referencias. Para quienes los lloraban, bastaba con decir Giovanna o Roberto. Para el resto, llamarlos así era un modo de aproximarlos, de sentirlos parte de la familia, de vivir el dolor de quien estaba allí mismo desangrándose sin perder una gota de sangre. El nombre nos identifica, nos da personalidad. Los apellidos nos vinculan a una familia, a un clan, a un linaje. Pero nuestros íntimos nos llaman por el nombre de pila. Incluso Dios nos llamará, dicen, por nuestro nombre en el momento de la muerte. La ausencia de apellidos nos vincula al género humano en su conjunto, como una sola humanidad. Nos sitúa fuera de cualquier grupo o ligamen, más allá del género humano, que es el que debería preocuparnos y por el que deberíamos trabajar al margen de nacionalidades, orígenes o pertenencias. En Génova, como ante toda tragedia, basta con identificarnos como seres humanos. Lo mismo que deberíamos hacer en cada naufragio en el Mediterráneo, cada bombardeo en Siria o cada atentado en Iraq. Esos, aún siguen siendo «otros» sin nombre.