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La nueva dictadura lingüística

BELVEDERE ·

Pablo Salazar

Valencia

Viernes, 24 de julio 2020, 07:39

Valencia no ha sido nunca una ciudad valencianoparlante como sí lo son otros municipios del antiguo Reino. Quizás por su vocación cosmopolita, por la mayor presencia de inmigrantes, por su apertura hacia el turismo o por herencia de un pasado -durante buena parte del franquismo- en el que la lengua autóctona era vista como algo «de pueblo» y poco menos que despreciada, con independencia de que en los colegios no se enseñara y de que estuviera prácticamente ausente de la vida pública. Sin embargo, el bilingüismo que impuso el Estatuto de autonomía de 1982 se ha vivido con normalidad en la capital, a pesar de las cicatrices que dejó la llamada «Batalla de Valencia». En los espacios públicos y en los edificios oficiales se fue incorporando el valenciano sin arrinconar el castellano, conviviendo ambas lenguas, mientras en el comercio y la hostelería era el idioma común de todos los españoles el que imponía su lógica ley. Algunos actores, como la universidad, se salían de la senda del bilingüismo para tratar de avanzar hacia el monocultivo del valenciano, aunque no todos los profesores estaban preparados para semejante inmersión y mucho menos los alumnos, que reclamaban grupos en castellano en los que poder matricularse. La progresiva e imparable catalanización del valenciano no contribuyó a facilitar la expansión del uso de lo que desde el nacionalismo y la izquierda se empezó a denominar «la nostra llengua» sino todo lo contrario, para muchos jóvenes que habían tenido que aprenderla resultaba una lengua extraña y artificial, por lo que al salir del colegio la aparcaban. Todo este esquema, esta aparente normalidad en la diversidad, se rompió cuando el tripartito ganó las elecciones municipales de 2015 y Joan Ribó accedió a la Alcaldía. El programa de imposición lingüística del valenciano y de erradicación del castellano se puso en marcha casi de inmediato, en cartelería, placas callejeras, programas municipales, publicaciones, comunicaciones, en las propias intervenciones del alcalde y, por supuesto, en el nombre de la ciudad, que pasó de ser Valencia a València. Toda una declaración de intenciones, un auténtico programa de sectarismo ideológico plasmado en el uso de la lengua y en el nombre de la ciudad. La gran mayoría de los valencianos siguen viviendo con normalidad el bilingüismo, incluso los que vienen de fuera y se quedan a vivir aquí, adaptándose a una realidad diferente. Pero el ayuntamiento y su actual alcalde no lo viven con la misma normalidad, como acaban de demostrar al dejar impreso en el suelo de la plaza el nombre sólo en valenciano. La huella de una nueva dictadura lingüística.

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