Urgente Los Bomberos continúan los trabajos para controlar el incendio del bingo de Valencia y desvía el tráfico

La desgracia no entiende de fronteras, orígenes o idiomas. No existe una guerra buena. Nunca. Y son los civiles quienes pagan. Siempre. Hasta aquí los axiomas de lo único previsible de esta guerra a gran escala que Putin ha iniciado contra Ucrania y, por extensión, ... contra Occidente. Ante esta situación, quedan fuera de lugar ciertas insinuaciones del tipo «esto ya lo decía yo» procedentes de ciertos expertos en 'todología'. Ignorantes vanidosos, que diría Aristóteles. La incertidumbre se cierne sobre el abigarrado tablero multipolar en un nuevo y desconocido (des)orden mundial. Anticiparse a los hechos cuando éstos dependen de una coyuntura global amenazada por un tirano sirve de poco. «Los marcados con el estigma del destino sólo nos teníamos a nosotros mismos cuando el sabor amargo de los acontecimientos nos roía los labios». Así describía el austríaco Stefan Zweig en 'El mundo de ayer' los instantes en los que se apresuraba la Segunda Guerra Mundial.

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Hace casi cuatro décadas, tras la invasión soviética de Afganistán, en 1984 Steve McCurry captó una fotografía en un campo de refugiados de Pakistán que dio la vuelta al mundo: 'La niña afgana'. Fue portada de la revista National Geographic un año después. Aquella niña se convirtió en mediática personificación del martirio provocado por los conflictos armados. Pero su biografía posterior transcurrió sumida en la penuria, de espaldas a la popularidad que alcanzó aquella profunda mirada de ojos verdes. Hace unos meses llegó a Roma gracias al programa de evacuación desde Afganistán implementado por Italia tras la toma del país por los talibanes.

Las imágenes que hoy conmueven al planeta recuerdan al impacto imborrable del retrato de Sharbat Gula. La mirada del pánico en el rostro de los niños escondiéndose de las bombas en un refugio antiaéreo, huyendo con lo puesto, llorando a los familiares que se quedan o se unen a la lucha armada. Esa mirada es la del desconsuelo del pequeño Mark Goncharuk que le contaba entre lágrimas a un equipo de Reuters que caminó durante horas para escapar y dejó atrás a su papá porque quizá tenga que pelear. Los ojos de Mark, los ojos del miedo de las víctimas de la guerra. Los de miles de menores ucranianos esperando salir de la tierra que les vio nacer protegidos por la resiliencia de sus madres. Los que han conseguido hacerlo no saben si podrán regresar algún día. Ahora son refugiados. Que Europa ofrezca cobijo y, por fin, haya despertado ante la tragedia humanitaria supone un paso esperanzador. Ojalá no se olvide la desesperación de sus ojos, ni la de los de otros miles de refugiados forzados a abandonar su origen con riesgo de muerte. Ese destino inexorable del que hablaba Zweig. El que marcan las coordenadas. Las coordenadas que no elegimos cuando llegamos a la vida.

Las imágenes que hoy conmueven al planeta recuerdan al impacto imborrable del retrato de Sharbat Gula

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