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LA OLIVA Y LOS GATOS

Mª ÁNGELES ARAZO

Miércoles, 20 de noviembre 2019, 07:51

En Alpuente también, como los viejos de El Olmo de los que hablé el domingo pasado, vivía la vendedora más valiente, generosa e intuitiva que imaginarse pueda. Su casa, muy pequeña, se alzaba junto a la iglesia, y había convertido el dormitorio en una tienda, con la cama cubierta de cajas llenas de bobinas de hilo, madejas de lana y retales de toda clase. No le faltaban arrestos para defenderse, pero tenía que pagar contribución de 'retalera' y ganarse el jornal andando kilómetros. Recorría las aldeas y ofrecía el género casa por casa, fiaba a todas las vecinas y llevaba las cuentas en una libreta. «Tú dame lo que puedas, mujer; yo, con anotarlo aquí, en paz», les decía.

Clasificaba las telas por tamaños: para delantalitos, para pantalones, para una blusa, para una falda; y bien plegadas las dejaba en una cesta de mimbre que colgaba en sus brazos. De cuerpo fino y menudo, iba limpísima, con ropa oscura que cubría con un delantal gris; en el peto clava alfileres e imperdibles y del cinturón pendían la tijera y un metro.

La Oliva madrugaba para tomar en el bar un carajillo y emprender, con ilusión, el peregrinaje de su oferta, porque junto con los retales también llevaba huevos que recogía pagando lo que le pedían. «¿Pusieron tus gallinas...? No hagas tortilla y gánate algo», sugería.

Durante unos metros, hasta la plaza, la solían acompañar algunos gatos que le daban topaditas en las piernas, musculosas y fuertes. «Qué Dios me las conserve. Si me ha de mandar un mal cuando me haga más viejica, que sea a otro sitio; a las piernas nunca», pedía con una sonrisa. Siempre tenía luz en sus ojos rasgados, tanto al entregar un retal como al anotar la deuda; y siempre, también, preguntaba por alguien, por la madre que estaba enferma, por el hijo que trabajaba en Francia, por el niño recién nacido de la hija. Se desvivía sin servilismo, sin quejarse del frío, del cansancio, del catarro que cada noche le obligaba a toser y tragar un jarabe.

Silenció siempre su soledad, y cuando le pregunté: «Oliva, ¿por usted quién se interesa?», me miró a los ojos y respondió: «Los gatos, los gatos...»

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