Mocos y banderas
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MIQUEL NADAL
Viernes, 16 de noviembre 2018, 10:02
El peor estudiante de Derecho sabe que la libertad de expresión es una de las grandes conquistas del constitucionalismo, y que esa libertad es la manifestación externa del auténtico derecho, la masa madre de la libertad, la libertad ideológica, la que nos permite el agere licere, expresar nuestras ideas, convicciones, y pensamientos. Hay decenas de tesis de las de verdad, que explican el contenido, límites y efectos del derecho. Cualquiera medianía estudiantil sabe distinguir la libertad de producción literaria y artística, la libertad de cátedra e información, su conexión con el pluralismo, la consideración preferente de la libertad de expresión y su conexión con lo público, y que hay que admitir expresiones aunque nos inquietan u ofendan. Cualquier estudiante avanzado, aunque no estudiara con Manuel Martínez Sospedra, que nos lo enseñó todo, sabe que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional expresa que el valor preferente no es absoluto, y no puede lesionar otros derechos fundamentales, cuando la libertad de expresión se ejerce de manera desmesurada o exorbitante. A nuestros políticos cabría exigirles un menor grado de hipérbole y de supuestas frases de Voltaire o de Winston Churchill, copiadas de los sobres de azúcar, sobre la libertad de expresión. La libertad de expresión es sagrada, porque es la noble y sagrada manifestación de la libre expresión de las ideas, en la configuración del espacio público. Tuvo que existir la Enciclopedia, y D'Alembert, y el Cándido de Voltaire, y las ediciones clandestinas de Rousseau, y la prisión de Voltaire en la Bastilla, y su exilio, la Revolución Francesa, con sus bondades y excesos, el constitucionalismo liberal, la conquista que supone no tener que enviar este periódico al Gobernador de turno para el ejercicio de la censura previa, dos Guerras mundiales, y muchas personas que lucharon por poder explicar en clase con orgullo sus ideas, como para que se confunda la libertad de expresión con dotar de prestancia intelectual a lo que no deja de ser una solemne falta de respeto a los sentimientos e ideas de los demás. Quien lo hace debe asumir el intercambio pluralista de sentimientos en torno a las ideas. La libertad de expresión es un derecho intelectual. Un derecho de ideas que nos permite exteriorizar nuestras creencias o no hacerlo, y permite expresar opiniones inofensivas o indiferentes, u ofensivas e inquietantes frente al Estado o a una parte de la población. Eso está claro. Pero tiene sus límites en el resto de derechos fundamentales. Esto que se reclama y se nos exigió como alumnos, y que otros exigen ahora mismo como profesores a los alumnos, debería exigirse a ciertos políticos. Existen los límites, existen los otros derechos, y existe el sentido de la proporcionalidad. No hace falta la vejación innecesaria. Para defender las ideas hay que dejar en paz los mocos, las banderas, el manto de la Virgen o la momia de Lenin. Sin tomar el nombre de Voltaire o Churchill en vano.
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