La oxidación de los planetas lorquianos
Pedro Paricio AUCEJO
Lunes, 21 de agosto 2017, 09:14
Secciones
Servicios
Destacamos
Pedro Paricio AUCEJO
Lunes, 21 de agosto 2017, 09:14
En la búsqueda de sentido en que consiste el transitar humano por la vida, nuestro comportamiento amalgama con frecuencia elementos contradictorios. En singular adición de lo lógico y lo irracional, la ambigüedad es una característica identitaria de la existencia del hombre. Federico García Lorca (1898-1936) no fue una excepción a este respecto. Más aún, su vida y su obra están marcadas por el talante de su ambivalente personalidad: como poeta -además de músico y dibujante-, canta al mismo tiempo a la muerte y a la desafiante alegría con que afronta el miedo a aquella; siente en su interior la angustia de un destino movido por fuerzas opuestas; asocia libremente imágenes contrarias de difícil interpretación; reúne palabras de sentido antitético en una misma unidad semántica...
Pero es en su actitud hacia el catolicismo -sobre todo en sus años jóvenes- donde aquella ambigüedad resulta especialmente llamativa. Aunque atacó algunos aspectos de su moral, no perdió nunca un cierto sentido católico de la vida, razón por la que un buen día Dalí le dijera: «Tú eres una borrasca cristiana». Esta expresión del artista ampurdanés tuvo su fundamento en la acusada dimensión trascendente del más popular de los escritores de la Generación del 27.
Su tendencia hacia lo arcano («todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas») le llevó no solo al reconocimiento primario de que «hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente», sino a emitir su queja sobre la mezquindad humana en el uso hipócrita de Dios. Captó la piedad popular de su tierra y comprendió la esencia de la meditación. Admiró la liturgia como cordial «prueba viva de la presencia de Dios», en la que se reconoce que Él está con nosotros. Introdujo en sus escritos abundantes referencias a la misa, la adoración al Santísimo Sacramento y el culto a la Virgen y los santos. Practicó la oración y afirmó con rotundidad verdades teológicas referidas a las tres personas de la Santísima Trinidad...
Respecto del Padre ratificó su confianza en la Providencia (ante la cantidad de conflictos que le asaltaron en el verano de 1928, aseguró: «Pero Dios no me abandona nunca»), así como en su omnipotencia («sólo Dios tiene la verdad en sus manos»). En cuanto al Hijo, proclamó que le parecía «demasiado fuerte la figura de Cristo para negarla» y, en sus obras, dejó referencias a la cruz («¡Oh cruz! ¡oh clavos! ¡oh espina clavada en el hueso hasta que se oxiden los planetas!») y al sufrimiento misericordioso del Salvador («Dios está cubierto de heridas de amor que jamás se cierran»). Su fe en el Paráclito la dejó plasmada con ocasión de hablar de Santa Lucía: «Ella demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres o cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu Santo».
Toda esa miscelánea de sentimientos, ideas y creencias llevó a afirmar a Santiago Martínez Sáez -estudioso de esta dimensión de la obra lorquiana- que el mayor representante español de la poesía surrealista del siglo XX no fue ni ateo ni agnóstico. La razón de ser de su actitud al respecto se debió quizá, como en tantas otras personas, a la ausencia de una formación religiosa profunda. Y es que los bajos niveles educativos en dicha materia son un obstáculo para el acceso al conocimiento de la trascendencia, la humanización de la creencia religiosa -que dé razón de ella- y la formación general de la persona.
Hoy se precisa un compromiso de formación continua y sistemática en la fe que, movido por la intransferible iniciativa del creyente, sienta la necesidad -y también el gozo- de prepararse en la adquisición de su competencia religiosa. En la actualidad, una formación de este tipo debe adaptarse a las exigencias emanadas de la difusión de las tecnologías de la información y de la acelerada renovación científica y técnica. Y ello no con una finalidad informativa, sino con vistas a obtener para sí la forma espiritual de aquello que se aprende hasta transformarlo en vida encarnada en el propio destino personal.
Formarse en la fe es tener consciencia de la necesidad de penetrar en la memoria del acervo cristiano y asimilar una parte de ese legado milenario. Es ejercitarse en el amor irrefrenable a una creencia en razón de su exclusiva valía espiritual. Es buscar la perfección y sabiduría del Ser Supremo, el brillo de su belleza y plenitud, el poder trascendente que sostiene la existencia. Es atenuar la sed inacabable de absoluto. Es encontrar el sentido de cuanto sucede.
Porque estamos necesitados de todo ello, los católicos tenemos que seguir educándonos en la fe. La formación religiosa no debe ser un mero accidente que quepa sortear de cualquier manera, sino un comprometido estudio que haga inteligible -a uno mismo y a los demás- la grandeza de la que está constituida la vida y alumbre el verdadero bien de la humanidad. Formarse en la fe es, especialmente hoy en día, una responsabilidad. ¡Al menos..., hasta que se oxiden los planetas!
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Santander, capital de tejedoras
El Diario Montañés
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.