¿Qué es pachanga?
EL ESTADO DE LA COMUNITAT ·
Ocurrió la pasada semana. Ocho niños y niñas se quemaban los ojos con las pantallas. Acabaron jugando al fútbol en la plaza, de noche y con dos bancos como porteríasEL ESTADO DE LA COMUNITAT ·
Ocurrió la pasada semana. Ocho niños y niñas se quemaban los ojos con las pantallas. Acabaron jugando al fútbol en la plaza, de noche y con dos bancos como porteríasAmenudo las cosas más maravillosas suceden sin planearlas. Improvisadas. Sin pretenderlas. La magia surge de repente. Como el chispazo en una hoguera apagada que de ... repente llena todo de llamas, luz y calor. Así ocurrió el pasado fin de semana. En el bar del pueblo de Piqueras del Castillo (Cuenca), ocho niños y niñas se quemaban los ojos en las pantallas de otros tantos móviles y tabletas. Sin hablar entre ellos. Sin mirarse ni hablarse. Abducidos por la luz del dispositivo, a punto de ser devorados como la mismísima niña de 'Poltergeist'. Un grupo de padres los observábamos apesadumbrados, intentando convencerles de que salieran a la calle, que corrieran, que jugaran. Que vivieran. Sin éxito. Las pantallas eran más poderosas.
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Hasta que llegó el chispazo.
El fuego lo prendió María. La niña estaba sentada, seria y con los brazos cruzados, junto a sus amigas 'abducidas'. Disgustada y claramente aburrida. Acudió con hastío hasta el lugar en el que charlábamos su padre y yo. Harta de que el grupo no quisiera cambiar los móviles por otra cosa más sociable. «Madre mía, con lo que jugabamos nosotros en la plaza montando una pachanga y dando patadas al balón toda la noche».
Clic. El mechero se encendió.
«¿Qué es pachanga?», preguntó inocente María.
Gasolina.
Y la incredulidad de que un grupo de niños de entre siete y doce años no supieran lo que es una maravillosa pachanga de fútbol, además de la comunión de niños y adultos (qué importante es eso, que los niños no siempre se divierten solos), obró el milagro. En apenas unos minutos, los chavales dejaron de lado las pantallas. Los mayores apartaron las cervezas. Que el abuso nunca es bueno. Y la plaza del pueblo, noche cerrada y frío castellano a buen trapo, se convirtó en algo sin nada que envidiar al Mestalla. Dos bancos de los de los abuelos como flamantes porterías. El balón que el pequeño de la pandilla, Pietro, fue a buscar raudo a su casa. Sólo. Libre. Feliz. Y una docena de pequeños, adultos, niños y niñas, dieron una lección de con qué poco se puede ser feliz, de lo mucho que nos perdemos (niños y mayores) con las pantallas y las rutinas. Hubo risas, gritos, sudor, carreras, abrazos. Piel. Miradas. Vida.
El partido acabó 3-2. Vibrante. Pero fue lo de menos. El éxito fue la moraleja. Si planteas a los niños juegos de toda la vida, son felices con ellos. Los padres acabamos hablando de la necesidad de retomar aquellas costumbres. Como el 'churro va', aquella fila humana de chavales encorvados uno tras otro, en una hilera de seis o siete cuerpos, y sobre la que saltaban amigos con el objetivo de sujetarse sobre ellos y no caerse. «Churro, media manga, mangotero, ¿adivinas lo que hay en el mortero?», era la cantinela que repetían los de arriba, haciendo un gesto con la mano, y que tenían que adivinar los de abajo, para cambiar la suerte de fila y salto. Con risotadas cada vez que alguien caía y perdía. O la 'Paloma mensajera', una especie de whatsapp de los 70 con la que niños y niñas se mandaban mensajes, secretos, y muchas veces simientes de incipientes amoríos. O el 'bote botero', con una simple botella en mitad de la calle que debía ser vigilada por quien pillaba y chutada por los que se escondían. Se habló de hacer talleres para recuperar esos juegos. De que jamás se pierdan. Ojalá menos apps y menos pantallas. Ojalá más carne con carne. Más miradas. Mas sonrisas compartidas.
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