En política no hay deliberación sino negociación... la ética es un ejercicio de comunicación o de diálogo, porque sólo en la deliberación y el diálogo se legitiman las decisiones colectivas» (Victoria Camps, 'Una vida de calidad'). Tras la negociación, en su caso, se suscribe un pacto, que significa: 1) «decidir dos o más personas una cosa en la que todas están conformes y se comprometen a cumplir», y 2) «renunciar al sostenimiento de cierta actitud opuesta a la de los otros, aviniéndose a hacer concesiones» (María Moliner).
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Previo al pacto se supone que ha habido un entendimiento cuyo concepto «remite a un acuerdo racionalmente motivado alcanzado entre los participantes, que se mide por pretensiones de validez (verdad proposicional, rectitud normativa y veracidad expresiva) susceptibles de crítica» (Habermas). En las transacciones sociales o políticas, además de la comunicación, hay acciones estratégicas que pueden ser encubiertas conscientemente (manipulación) o inconscientemente (comunicación sistemáticamente distorsionada) utilizando el lenguaje.
Llamar pacto a lo que muchas veces se firma en el ámbito político es, estrictamente, tergiversar el significado de la palabra porque no siempre se dan las pretensiones de veracidad exigibles o el compromiso de cumplimiento requerido. Tendrían razón algunos políticos que recientemente han expresado que no hay pacto con Bildu, aunque nos tendrían que aclarar qué parte del compromiso tiene validez, al menos expresiva, y cómo pretenden llamar al acuerdo al que han llegado para que sepamos con certeza, a qué atenernos. Podría ser convenio, concierto, arreglo, trato, alianza. Elijan. Si hay pacto se deben haber avenido a hacer concesiones y cosas que se comprometen a cumplir. Si no lo hay tendrán que decir qué conlleva lo que sea.
Los vaivenes informativos gubernamentales, en los que unas veces se da como verdad un aserto y tiempo después es válido su contrario, o con sus proclamas de corte publicitario («ya hemos vencido al virus», «nueva normalidad», «no dejaremos a nadie atrás») carentes de solidez factual, nos han ido acostumbrando a que sus pretensiones de validez tienen escasa consistencia y coherencia lo cual deja a la ciudadanía en inseguridad e incredulidad creciente que erosiona la colaboración con las normas que son emitidas. Disminuir la credibilidad erosiona la responsabilidad.
No basta con hacer leyes y decretos. «La fuerza de la ley es imprescindible, condición necesaria pero no suficiente para que se avance en la justicia. La coacción sola es impotente para configurar una humanidad responsable. Es necesaria la convicción interna de que estamos atados a alguna cosa o a alguien y por ello estamos obligados a hacernos responsables de esa cosa o ese alguien» (Adela Cortina, Idees, 8, 2000). Esta convicción se está revelando fundamental en este momento de la pandemia. En la primera fase, en marzo pasado, la colaboración en el confinamiento fue un esfuerzo casi global de la población por frenar la horrorosa curva ascendente de contagios y fallecimientos. Costó, pero se hizo. El déficit de credibilidad y la sensación publicitada de falsa victoria llevó a mermar la necesaria colaboración ciudadana, se unió a otros factores sociosanitarios y olvidamos de que el virus estaba, y está, en todas partes, agazapado muchas veces en portadores sanos, a la espera de un contacto directo o próximo. Restaurar la confianza y el compromiso cuando se han perdido es más arduo, y estamos pagando las consecuencias de la relajación, con el agravante de que la convicción interna en la bondad de las normas es menor y la resistencia a su cumplimiento más amplia. «Reconocer una obligación no basta: hay que sentirla como obligación» (Camps, ibid). Si conseguimos aplanar las curvas nuevamente no podemos caer en el error de considerar que ya ha pasado todo. El virus estará ahí por mucho tiempo y lamentablemente no entiende de fiestas, puentes o Navidades. Ya llegará el momento si se consiguen remedios eficaces, con el tiempo.
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Mientras tanto debe imponerse el consenso que restaure la unidad de la ciudadanía, ahora severamente fracturada, y que la actitud del Gobierno no favorece en absoluto. No en balde «un gobierno es como un edificio, que se compone de diversas partes unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible sacar una de su lugar sin que las demás se resientan» (Montaigne, Ensayos).
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