
Un país de cartón piedra
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Estamos cruzando todas las líneas rojas, ninguneando el respeto y tratándonos como si fuéramos meros ninotsDecía el pasado miércoles el presidente de la Generalitat, Ximo Puig, que caricaturizar al empresario como si fuera el ricachón del Monopoly «es ... injusto, anacrónico y, sobre todo, falaz». La realidad es que hemos acelerado el paso a la hora de intentar desprestigiar a quien no comulga con nuestra forma de pensar y de hacer. Condenamos a quienes no entran en nuestro universo ideológico o en nuestros intereses particulares. Y eso es, en verdad, lo injusto y anacrónico. Porque lo que Puig denunció se podría quedar en una mera defensa del colectivo empresarial que realizó de forma estratégica y en el lugar oportuno. Pero, más allá de eso, nos debe servir para pensar si no estamos unos y otros tendiendo a ridiculizar, rebajar o desprestigiar a todo aquel o aquello que no comulga con nosotros. Porque, una cosa es defender unos principios e incluso criticar de forma beligerante acciones y actitudes que no compartimos, y otra muy diferente es atravesar todas las líneas rojas y sembrar todo de insultos, ofensas y provocaciones con tal de intentar imponer nuestro criterio, como si fuéramos los jefes de una tribu que está por encima del bien y del mal.
Lo hacemos los periodistas al hablar de los políticos, los que se creen líderes de opinión al calificar a los medios de comunicación que no les dan coba, los tertulianos al hablar de los empresarios y, a su vez, los empresarios al referirse a los políticos. Es una decepcionante espiral de menosprecios cada vez más hiperbólica que convierten el mundo en el que vivimos en una obscena opereta que, en la mayoría de ocasiones, desemboca en el esperpento. Porque, si paramos en seco y observamos, descubriremos que parecemos fieras desbocadas en busca de sangre fresca. Si nos escuchamos y nos vemos en los medios de comunicación, en los estrados, en las redes sociales o sencillamente en la barra de un bar, nos daremos cuenta de que estamos absolutamente deshumanizados, de que nos estamos convirtiendo en una especie de muñecos desalmados. Que estamos haciendo grotesca la actualidad, tintando de inhumanidad los tratos personales y llevando la sátira hasta niveles tan exagerados que acabamos convirtiéndola en una peligrosa alegoría del odio. Sí, si paramos en seco y nos vemos, descubriremos que, quien no es de los nuestros, pasa a ser alguien malévolo o corrupto; que reducimos los debates y las reflexiones a predicamentos únicos y autoritarios; que estamos acotando la libertad a lo que nos conviene y nos place, sin dar cabida a la diversidad, que tanto nos gusta manosear pero que somos incapaces de aceptar. En definitiva, estamos convirtiéndonos en una sociedad desalmada. Un planeta de cartón piedra. Un país de ninots.
En la guerra de Ucrania, lo hemos observado en la teatralización que acompaña las comparecencias de Vladimir Putin, en la que, los decorados que le arropan, están repletos de personas a las que se les ha despojado de cualquier resquicio de personalidad. Pero eso es sólo un ejemplo. Este empobrecimiento de la condición humana no conoce de fronteras ni estamentos. Basta asomarse a la política actual, a las redes sociales o las tribunas de análisis para descubrirlo. Porque no nos estamos dando cuenta -o quizá sí- pero, día a día, tendemos a extraer el alma de las cosas para quedarnos en la caricatura de una persona, de una acción o de un objeto. Andamos, entre todos, construyendo una inmensa falla en la que el político o el periodista, el líder sindical o el empresario, el tertuliano o el artista de turno acaba vilipendiando o vilipendiado. Sencillamente porque no compartimos sus acciones o sus formas de pensar. Lo vemos ahora con Ramón Tamames, al que, igual que se le encumbró en su momento, se le condena de forma cruel ahora; o al propio Pablo Iglesias -que, por cierto, ejerciendo su derecho a la libertad de expresión decidió atacar esta semana este periódico-. Francisco Camps, Ione Belarra, Macarena Olona, Mónica Oltra... Más allá de defender o criticar sus actitudes o sus acciones, lo que siempre hay que reivindicar para todos es el respeto. Porque, por encima de cualquier aspecto, hay personas. Somos personas. Podemos y debemos cuestionarnos, hasta criticarnos con contundencia y hacerlo con sátira mordaz... pero no deberíamos acabar propiciando con ello una escalada de improperios crueles y de provocación sin final que derive a superar todos los límites. Hacer pintadas en el exterior de la casa particular de la presidenta del Valencia C.F., Layhoon Chan, es un claro ejemplo de ello. De que algo se nos está yendo de las manos.
Quienes son los referentes sociales, en el sentido más amplio de la palabra, y las plataformas o colectivos que los aúpan, son los que más cuidado deben -o debemos- tener, porque naturalizar la falacia y el ataque como modo de vida tiene una factura en la sociedad tremendamente cara. Porque esas actitudes acaban sentando poso en todos los ámbitos de la sociedad y hacen que el desprecio al otro, la burla y la sátira feroz se normalicen entre nosotros y entre nuestros jóvenes. Hasta el punto de que corremos el riesgo de que esa crueldad termine filtrándose en sus vidas para siempre. Como se cuela ahora en los patios de los colegios, en sus foros de opinión, en sus relaciones diarias... Situaciones que están haciendo aflorar problemas de autoestima entre adolescentes, inestabilidad emocional y hasta las tristes tentativas de acabar con sus vidas cuando se rebasan todos los límites y aparece la crueldad más intensa bajo el denso manto del bullying.
Es domingo, 26 de febrero. Hoy damos el pistoletazo de salida a las Fallas de 2023. Aprovechemos para quemar el ninot de la crispación, de los malos augurios y del anacronismo. E indultemos al respeto.
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