Aunque el próximo reto educativo está en la celebración de la selectividad, la mirada ya se fija en el próximo septiembre, qué mantener y qué ... eliminar de las medidas introducidas para la prevención de los contagios.
El Ministerio de Educación propone, se negociará este miércoles en la Conferencia Sectorial, continuar con las mascarillas a partir de los seis años, reducir la distancia de seguridad un palmo, del metro y medio actual a 1,20 metros de separación y hacer lo posible para que todos los cursos vuelvan a la presencialidad.
Es la desescalada escolar cuyas fases van con los cursos: de aquel último trimestre con las aulas cerradas, pasando por el actual curso extraordinario, a una planificación del curso que viene que todavía no prevé la vuelta total a la normalidad.
En esto sí podemos estar orgullosos. Según la OCDE, hemos sido uno de los países que menos clases presenciales ha perdido este curso y todo lo que se alargó el confinamiento, por comparación, el curso pasado, ha sido ganancia de presencialidad en éste. El esfuerzo ha sido mayúsculo: de los centros, de los niños y de recursos. Ha habido una concienciación política para mantener abiertos los centros educativos, lo que ha trasladado mucha presión al sistema, sobre todo en el inicio de curso y tras cada periodo vacacional que disparaban los contagios. Y ha habido perseverancia: los colegios han mantenido la tensión, pese a la tendencia natural del alumno, de la sociedad, al relajamiento de las medidas. Unos ven en esta insistencia en priorizar la conciliación familiar, y otros hablarán de que no cabía otra vistas las limitaciones escolares y familiares para una virtualización de la escuela exitosa. Puede ser, pero también cabe en la interpretación la causa más noble: garantizar el máximo derecho de la educación a los niños. También digo que también son muy nobles las razones de conciliación y de evitar la brecha digital, dicho sea de paso.
Sin embargo, es evidente que ha habido sacrificios. En lo personal, el sobreesfuerzo y sobreexigencia a los docentes -en comparación con otros empleados públicos para los que el teletrabajo ha sido una opción común-, y por eso cobró sentido su prioridad como colectivo en el plan de vacunación español.
También se ha sacrificado la presencialidad en los cursos más altos, con esa escolarización en días alternos, y muchos programas y actividades que no se han hecho por estar sus espacios ocupados, por destinarse los recursos a otra urgencia o, simplemente, por evitar mezclar grupos burbuja.
Más intangible es el aprendizaje perdido. Aunque el Ministerio de Educación tira de estadísticas, poco sirve la comparación de aprobados con cursos anteriores si los criterios han cambiado. No hace falta acudir al método científico para verlo.
Pese al fin del estado de alarma, el avance del ritmo de vacunación y la mejora de las tasas de incidencia y contagios, es sensato que la planificación del próximo septiembre contemple mantener algunas medidas preventivas. Hablar ahora de otra cosa sería no solo irresponsable sino podría acelerar la peligrosa percepción de que esto ya ha pasado.
Con este plan, lo que sí llega es la escéptica sensación de retorno, si alguno de los recursos extraordinarios se quedarán en el sistema. Muchas escuelas ya han probado eso de tener ratios bajas, menos alumnos por clase, y ese palmo perdido de distancia de seguridad les hacen sospechar que ha sido pasajero.
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