Paraíso en extinción

Aries se levanta cada mañana cuando sale el sol, desayuna un café soluble y una generosa ración de arroz con ajo, necesaria para afrontar su día a día como relaciones públicas en un concurrido hotel filipino. A sus veintitantos, se muestra feliz con la vida que ha elegido, consistente en vender experiencias a turistas a cambio de una módica comisión, asegurarse de que no falte de nada y compartir anécdotas con quien le quiere escuchar frente a una bahía paradisiaca.

En una de esas charlas al atardecer, acerca de la fortuna de conservar un paraíso natural como aquel a salvo del turismo de masas que comienza a ser habitual en enclaves próximos, confiesa que él es el único de la zona que quiere que eso siga siendo así. De hecho, da por seguro que en siete u ocho años ese pequeño pueblo costero nada tendrá que ver con lo que es ahora, arrastrado por el afán de captar el dinero que traen los turistas. Él va a contracorriente en este asunto porque procede de una de esas islas plagadas ya de complejos vacacionales y asegura haber vivido la respuesta de la naturaleza a una incipiente masificación que le llevó a marcharse en busca de un lugar mejor.

Aries habla de fomentar un turismo sostenible, respetuoso con el entorno y compatible con la vida de los lugareños. No es cuestión de recibir a cuantas más personas mejor, y a cualquier precio, sostiene, y trae a mi mente el discurso de empresarios turísticos situados a casi 12.000 kilómetros de distancia. ¿Está a tiempo Valencia de esquivar esa masificación? ¿O pesan más las ganas de anotarse récords que los esfuerzos para aprender de errores cercanos y cimentar un modelo de calidad? Salvando las (abismales) distancias ante similar dilema, parece clara la urgencia de atajar el crecimiento descontrolado antes de que sea demasiado tarde.