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En los años 60 y 70, cuando los filetes de ternera parecían muchas veces hechos de materia correosa difícil de masticar, en el pueblo sabían ... de sobra que los mejores cortes o piezas se reservaban para clientas más distinguidas, como la mujer del médico o del alcalde, y a lo sumo, si había compromiso ocasional, por alguna celebración o por necesidad para un enfermo, había que encargarle al carnicero con antelación algún suministro más distinguido.
Son aspectos que más de medio siglo después quedan en el desván del recuerdo, entre nubes de desmemoria que se van diluyendo. Porque lo que impera hoy es la abundancia de productos cárnicos de toda índole y preparación y de cualquier precio: desde lo más modesto hasta lo más selecto. La diversidad es tan enorme que le hemos dado la vuelta al calcetín y ahora lo que impera ya no es la preocupación por la escasez de antaño, sino por las consecuencias de la superabundancia, a la que se le achacan problemas dietéticos, de sobrepeso, de riesgo de cáncer, de contaminación... hasta de sufrimiento de los animales. Signo evidente de opulencia. Cuando uno tiene de todo le molesta hasta la menor brizna de brisa; cuando le falta, no se le ocurre ni pensar en lo que habrá respirado el animal valiéndose de tan humildes costillas. Al fin y al cabo, lo de siempre, pero con bandas sonoras diferentes: seguimos inmersos en discutir e imponer sobre los problemas de la carne.
Cuando nos quieren hablar de la cría intensiva de ganado nos traen imágenes de granjas de cerdos. No falla, el ejemplo de gorrinos blancos apiñados da mucho juego para darnos idea. Más aún si a continuación pretenden ofrecernos el contraste con lo que es la ganadería extensiva. Entonces nos muestran bellas reses de vacuno pastando en un bucólico prado verde mientras alguien puede incluso acariciar la testuz de un animal. Pero fíjense en la trampa de tan sutil discurso: cerdos, intensivos; terneros, en extensivo. ¿Qué carne preferirían? Si se hiciera una encuesta urbana seguro que saldría ganando el vacuno extensivo. Pero ¿el consumidor urbanita sería capaz de comerse hoy un animal mimado y acariciado hasta prepararlo para el sacrificio?
El secreto de todo está precisamente en el anonimato, en la industrialización, en que la carne que comemos está sistematizada, estandarizada, envasada, tierna y no correosa como antaño, fileteada o transformada, como si no fuera ya carne. Se ha socializado hasta el extremo, en eso y en el precio. Y otro apunte: ¿alguien conoce piaras de cerdos blancos por el monte extenso? No, pero sí de cerdos ibéricos. ¿Tendremos que comer todos jamón de Jabugo o Guijuelo para mantener las conciencias más tranquilas? ¿Podemos pagarlo?
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