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El filo de la guadaña no conoce mitos ni leyendas. Su vuelo es implacable. Yo, por si acaso, me apresuro en ir haciendo camino, es mi gran enseñanza vital, para que cuando me alcance ya lleve mucho trecho recorrido. Y disfrutado. Algo de esto lo aprendí en el trinquete, donde el hedonismo era casi un clamor.
Se conoce a gente francamente interesante en los trinquetes. Fredi y Vicente Alcina, mis maestros en esto de la pilota, que me llevaron de la mano cuando era un chaval recién llegado y no sabía ni qué era 'fer el dau', están al frente de la lista. Son dos sabios de la vida. No porque sean dos tipos versados o leídos sino porque le pillaron muy pronto el truco a esto de vivir, que básicamente consiste en ser feliz y no hacer infeliz al prójimo.
Los conocí hace casi 25 años y durante todo ese tiempo, como es lógico, hemos ido perdiendo a gente en el camino. Como todos. Unos llegaron más hondos que otros. Por amistad, por injusticia, por inesperados. Pero tras cada muerte, Fredi y yo siempre llegábamos al mismo punto. «Hay que aprovechar la vida, que en cualquier momento se acaba».
El viernes lo noté tocado. Fredi es una persona, a su manera, muy cariñosa, que no pierde ni un segundo deseando el mal ajeno y que, siempre que puede, intenta arrancarle una sonrisa al que tiene al lado. Pero el viernes le costaba derrochar ese encanto por el que la gente le adora. Fredi está como la pilota, estremecido.
En cuestión de días se han muerto tres personas muy especiales. Emilio Peris, un tornado defendiendo su parcela de la pilota, su trinquete, su raspall; Pepe Ribera, otro hombre sobrado de carácter que supo sobreponerse a una aviesa zancadilla de la vida, y Arturo Balaguer, uno de esos pelotaris de la España en blanco y negro con tantas vivencias e historias peculiares que darían para un libro la mar de entretenido. Gente de pueblo que amó lo suyo, que es lo de todos los valencianos.
A Emilio Peris, además, le gustaba lucir la bandera de España y defender sus ideas de derechas sin recato. Eso alimentó a sus enemigos en este país tan odiador. A mí me cayó bien desde el primer día, como casi toda la gente que no se anda con rodeos. A veces nos quedábamos hablando, acodados en la barra de El Zurdo, la catedral del raspall. A él le dolía ver languidecer su deporte, el que heredó de su padre como trinqueter, y el que inculcó a sus hijos. Le daba vueltas y más vueltas para relanzarlo.
Después de las grandes partidas nos llevaba a unos cuantos a su despacho, repleto de fetiches de la pilota, y seguía dándole al perol. Era un apasionado que congenió con otro enamorado de la pelota en todas su versiones, Karlos Argiñano, que alguna vez pisó ese despacho.
Emilio Peris intentaba innovar en El Zurdo y fue de los primeros que cubrió el trinquete. Fue el primer empresario que compartía conmigo la importancia de la puntualidad en unos tiempos en los que una partida podía empezar hasta una hora después, o más, del horario anunciado. La mayoría cedía ante la dictadura de los postores, que jugaban tranquilamente a las cartas mientras los pilotaris se hartaban de calentar esperando su dinero para animar el cotarro. Emilio, valiente como pocos, dijo que él en Gandia no esperaba a nadie.
Pero si el dueño de El Zurdo y sus fastuosas 'Nits màgiques' tenía carácter, eso parecía una broma al lado del genio de Pepe Ribera, pilotari de brazo poderoso al que una lesión en el brazo le privó de más días memorables. Una tarde, volviendo a Carcaixent de una partida con su compañero Avellaneda, su 128 se salió de la carretera y chocó contra el guardarraíl. No se hicieron gran cosa, pero el parabrisas se rompió y se le metieron unos cristales en el ojo. Se quedó ciego. En plena juventud. Ni aquello le arrebató su fervor por la pilota y aunque no la veía, la escuchaba con ese sonido tan especial del cuero chocando contra muros y losas.
Antes brilló Arturo Balaguer, un personaje único. Pues no debe haber otro capaz de aporrear la pilota de vaqueta, que es como una piedra, y después ponerse a tocar el piano con la delicadeza de un artista. Fue un pilotari de desafíos imposibles, músico, actor, director de teatro y de la banda de la Pobla de Vallbona, locutor de radio -como Artur, su hijo, un periodista brillante-, agricultor, promotor y mil cosas más.
Así que solo nos queda encomendarnos a San Pascual y a María Luisa, que es como una santa, para que El Genovés se recupere pronto de lo suyo. Larga vida, majestad.
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