La luz del viernes acaba de sucumbir ante las sombras de la noche cuando Merchina Peris me envía un mensaje devastador. «Ha muerto Pepe Ibáñez», escribe, conteniendo como puede el inmenso dolor que le causa la noticia, inesperada excepto para el círculo íntimo del finado.
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A Pepe, cuya súbita pérdida tanto nos hiere, lo conocí por fin hace un año, cuando, inmerso en la planificación de la promoción de mi libro 'Moneda al aire', pensé que el local que regentó durante tres décadas en la avenida del Regne de València, la emblemática Taberna Vasca Che, era, por historia y ubicación, el escenario idóneo para presentar el volumen. Allá me planté un día de abril con uno de los primeros ejemplares del texto, recién salido de la imprenta, y Merchina y Javier Iranzo como avalistas de lujo. Hablábamos, como siempre, de personajes e historias que pueblan la memoria de nuestro fútbol, en especial del intenso valencianismo que exuda la calle en cada una de sus baldosas, cuando se dibujó en el horizonte la inconfundible figura del veterano hostelero, quien, con un libro en las manos, recorría con parsimonia la avenida. Tomó asiento a nuestro lado y, con su elegancia vital innata, propia de un caminante machadiano, sumó su sapiencia y amenidad a la charla. El sí a la propuesta de presentar allí el libro, refrendado por su hijo Carlos, actual gerente de la taberna, fue inmediato. Y el proyectado acto acabó convirtiéndose, semanas después, en una velada entrañable y emotiva que degustamos entre imágenes del fútbol de ayer, cervezas y sabrosas croquetas.
De Pepe, sus circunstancias y anécdotas habría que escribir un libro. Su trayectoria vital, apasionante y apasionada, lo merece sobradamente. En 1980, apenas rebasada la treintena, tomó las riendas del templo gastronómico de Russafa, alzado en 1933 a un paso del Garaje Molina y donde en los cuarenta se citaba la plantilla del Valencia para comer en los días de partido. Bajo su administración la tasca, un delicioso rincón donde las empanadillas saben a cielo abierto, se convirtió en un espacio de conversación fluida con el deporte del balón como argumento preferente. Cuando el fútbol femenino era pura quimera y sus escasas practicantes solían ser zaheridas periódicamente con insultos nacidos de la incomprensión y el machismo, Pepe, en unión de Merchina, Berna Molina y el también inolvidable Paco Polit, construyó entre las paredes de la taberna un refugio desde el que desbordar la clandestinidad y catequizar, aun lentamente, al personal. Gracias a la acción coordinada de los cuatro amigos, las apasionadas por el fútbol pudieron conocerse, comenzar a entrenar y disputar, con el respaldo federativo, partidos en el viejo cauce. Gracias a los cuatro amigos las futbolistas pudieron ir plantando sus particulares picas en Flandes. Sin ellos, sin su entusiasmo y esfuerzo, no hubiera habido San Vicente, ni Levante, ni Colegio Alemán, ni Valencia femenino. Sin ellos, con Pepe como alma máter, la penúltima barrera no se hubiera podido derribar.
En los últimos años, como llamativo desafío a la habitual desmemoria del fútbol valenciano, los homenajes a Pepe y al grupo de pioneros y pioneras no cesaron. Eran verdaderos actos de justicia histórica para con una generación esencial en el desarrollo de nuestro deporte. Hoy, al tiempo que lloramos la pérdida del veterano referente, del excelente conversador, del incansable activista, nos cabe el inmenso honor de haberlo conocido y de haber podido disfrutar de su compañía.
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