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Si supiera lo que dice se impondría a sí misma un voto de silencio por irresponsable. «Tenemos que alcanzar el peso mínimo que nos permita vivir». Ahí queda la bomba de racimo para todos los públicos detonada por Gwyneth Paltrow, la inocente Viola que enamoró a Shakespeare, la dulce Pepper de Marvel; alguien cuyo mensaje, ya sea recto o envenenado como una sonrisa de Pennywise, llegará siempre envuelto en la credibilidad y que, por tanto, debería medir sus palabras. Aquí y ahora la reto a una prueba de casting. Que recite esa patraña igual que Hamlet al cráneo de Yorick, pero encarando los ojos de Carmen -permítanme cambiarles el nombre para que no se sientan señaladas-, una treintañera valenciana con la carrera de Medicina sobre sus frágiles espaldas, talentosa en las manualidades, cultivada y noble, que aconsejaba a las niñas para que salieran del foso donde la anorexia sepultó sus propias ilusiones hasta que, vacía de fe, se fugó del hospital en que recibía tratamiento. De regreso a su prisión sin barrotes apenas le queda peso para tenerse en pie, pero sigue viéndose gorda. Que venda el paraíso irreal de la delgadez saludable a Esther, la cría desnutrida en cuerpo y espíritu que llegó a romper el espejo con sus puños de algodón, una manzana al día como única concesión para seguir viva, el resto de la comida oculto al fondo del armario, de recaída en recaída ante los ojos embolsados de lágrimas de unos padres que ya no saben a quién rezar. Que se enfrente a la mirada de Valeria, reflejado en ella su trepar desde el infierno con quince añitos, la mochila escolar una botica ambulante, encadenando pulsos contra la tentación de dejar otra vez de comer. En la película de la vida, Gwyneth, no hay escenas eliminadas ni trucos de montaje. Lo que se graba es definitivo, nos guste o no. Por lo tanto, ensaya un poco cuando te sitúes frente a sus cámaras. Esta semana en que todo el mundo diserta sobre Derecho Penal a mí me apetecía hablar de una pena a la que no hay derecho.
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