La primera vez que leí algo acerca de esos alambiques que destilaban licor ilegal fue en una novela sureña de serie negra, 'The diamond bikini' es el título original, firmada por Charles Williams, escritor desconocido por estas tierras pero al que Hernán Migoya le dedicó un imprescindible ensayo/biografía ('Charles Williams. La tormenta y la calma'). En aquellas páginas se deslizaban varias tramas con trasfondo de alambiques ocultos entre las manos de unos paletos que gastaban mayor astucia que los delincuentes urbanitas. Quizá he mitificado el libro porque lo devoré a temprana edad y el ambiente tórrido proyectaba sensualidad de vegetación espesa. En cualquier caso, lo del alambique clandestino se me quedó grabado. Gracias a una reciente sentencia del Tribunal Supremo se podrán picar hojas de tabaco en casa para intoxicarnos sin necesidad de pasar por las depredadoras fauces del fisco. Ese tabaco doméstico es nuestro alambique furtivo, sagrado. Las tabacaleras y Hacienda derrotadas no pueden sino alegrarnos porque he aquí uno de esos trances donde los débiles vencen a los fuertes. No puedo ocultar mi simpatía hacia ese tipo de actividades, a medio camino entre la artesanía y el menudo contrabando. Ni hablamos de grandes cantidades ni de productos que envenenan de golpe. Hacienda esquilma con sus reglas impositivas nuestros bolsillos y su aliento contra nuestro cogote nos causa un temblor de piernas que tarda en desaparecer. Las multipelas multinacionales del tabaco llevan décadas manipulándonos con el vicio que alegra nuestros días de bogartianas ensoñaciones quincalleras. Que un puñado de irreductibles elabore su fumele desde el salón de su morada, sobre la mesa camilla, me suena a deliciosa novela de Charles Williams. Salvem el caliqueño y el puro retorcido con forma de pata de elefante.
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