Tuesta el sol las pieles en la terraza de un rinconcito cualquiera de la Valencia confinada. No es más que un espejismo, metáfora de los tiempos que nos toca vivir, porque a escasos metros de la idílica postal este abril sin feria todavía abofetea los rostros con un frío del demonio. Los runners que pespuntearon el alba hace ya rato que pasaron por la ducha, mañanea otro domingo sin resacas, la corneta sanitaria afloja el paso y por las rendijas que deja al bajar la guardia se escurren cachitos de vida. En una de las mesas, distribuidas meticulosamente con celo de delineante, varios ciclistas dan buena cuenta de un pelotón de tapas. Tan equipados se les ve, maillot, culotte y gorra a juego, que no cuesta imaginarlos en plena escapada de un catálogo de Decathlon. Los quejidos del balón que patea un crío contra la fachada se integran en el murmullo retornado a la plaza tantos meses silente. De acá para allá, un camarero devuelve cambios con el rostro entre agradecido y desnortado de quien se despereza tras un largo ERTE. Juguetea la mirada a ras de suelo con dos palomos en liza por el corazón de una palomita, de maíz por supuesto, y desde ahí alza el vuelo hasta un polideportivo cercano. El bendito atletismo, al fin liberado de los grilletes, amamanta la fe del tropel de deportistas que desentumecen su esperanza, erigido el regreso de la competición en medicina contra el abatimiento que el bicho les obliga a tomar en dosis, como la vacuna evanescente, una hoy y la próxima cuando Dios quiera. Observa desde la distancia el público, por lo común padres, amorradas sus mascarillas, demasiadas a media asta, a la verja del estadio que les sigue vetado. A medida que la mañana envejece, el aire va oliendo a paella. De regreso a la madriguera, en el intercambio de experiencias alguien hablará de un tipo que tocaba la guitarra sobre su barca, del enjambre en torno a un mercadillo ambulante, de acrobacias de patinadores junto al mar, y todos coincidirán en que el verde ha ganado al negro. Vivaldi a Mussorgsky. No hay monte pelado que acote la primavera, majestuosa tras este invierno del que ni nos hemos enterado, tristes caracoles atrapados bajo un caparazón de prohibiciones. La vida siempre está ahí y saldrá a flote cada vez que descienda la marea. Sólo es cuestión de resistir el influjo de la luna, su amenaza recortada ahora sobre el cielo de mayo, porque a diferencia de anteriores embates la próxima ola, quizá más débil, ojalá la última, no hallará dique legal que la refrene. Pilatos ya se seca las manos. Con él no podemos contar, así que dependemos como nunca de nuestro autocontrol. Para cuando esto termine espero que sigas ahí. Cuídate. Nos vemos en la bajamar, tal vez para no volver a escondernos jamás.
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