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Para escapar de las aterradoras cifras de las bajas que desgastan la moral del más curtido, nos ofrecen de vez en cuando otros datos, sabrosa alfalfa que nuestro estómago de rumiante agradece, menos aplastantes. Tras las hordas que se municionaron acumulando papel higiénico, la cerveza es uno de los artículos que mayor subidón experimenta en los lineales. Superada la primera fase de supervivencía básica, doméstica, el cerebro se reajusta y, ante la perspectiva del tiempo libre, el instinto recupera terreno hacia las zonas del placer, el ocio, el sabor, el paréntesis. Las ventas del dorado y espumoso líquido aumentan en más de un 70%.
¿Quiere esto decir que nos lanzamos hacia la frasca y los paraísos artificiales del alcohol? No necesariamente, una lectura simplona nos indica que, apartado el primer mal trago, buena parte del personal recupera el gusto por la birra. Si antes la consumían en el bar cuando la jornada laboral finalizaba, o cuando el terracismo de callejera distracción, o cuando el sagrado trance del almuerzo de tortilla y cacahuetes, ahora se la pimplan en el hogar porque este acto supone un breve regreso a las rutinas que salpimientan nuestra existencia. Tip era un gran amigo de la cerveza, y el genial humorista rara vez erraba. Asociamos la cerveza al tapeo y a las amistades y a la charla y a la efervescencia de bulle bulle y trasiego. Si no renunciamos a las birras entiendo que todavía encontramos esperanzas allende el marrón que nos envuelve. Olvidando las cifras de ventas, otros chispazos animan la melancolía imperante. Un amigo mío se asoma todos los días al balcón con una sillita y, tras apalancarse en plan vieja del visillo, sorbe un vermú y mastica un paquete de papas. Otros optan por una copa de vino a media tarde. Y así, gracias a estas ligeras libaciones, sobrevivimos.
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