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Esta es una historia sencilla, protagonizada por gente sencilla. Y por una sonrisa. La descubrí en la cara gris otoño de unos padres hundidos. No podía elegir terreno más inhóspito, pero ahí se aposentó, insolente de mejilla a mejilla para pedir a los ojos anegados ... de tristeza que no lloraran más, y a los oídos que dejaran de escuchar, y a la mente atorada por negros presagios que volviera a creer, porque la fe nunca ha de estar proscrita en una habitación de hospital. Adelante, tramoyista. El escenario, cuatro paredes blancas, dos camas articuladas apenas ocupadas por un par de cuerpos menudos de niña, vecinas a la fuerza, y varias butacas para el duermevela de sus centinelas. Fuera pespunteaba el día, en los corazones noche cerrada, y entonces llegaron ellos. Nudillos anunciadores, se abrió aquella puerta y dos tipos estrafalarios entraron para cambiarlo todo. Narices rojas, melenas indescriptibles, ropas fugadas de un fotograma de Tim Burton. Son de Payasospital, bisbiseó una voz sin alma, y de pronto su pirotecnia estalló en mil colores. Preguntaron nombres, y ante las respuestas desganadas dejaron volar palabras mal pronunciadas a conciencia. Bromearon con los adultos, más necesitados de ilusión que las propias crías. Jugaron a tenis con raquetas invisibles, rascaron las cuerdas de una guitarra imaginaria, y así aquellos teloneros intrusos abonaron los rostros marchitos hasta que apareció ella. La sonrisa. Al principio a regañadientes, pero espléndida cuando los ojos descreídos de la madre vieron desternillarse a su hija, anemia galopante, el verdadero bicho aún por desenmascarar, tantos días apocada entre hamas y mandalas bajo un pijamita azul dos tallas más grande de lo que su cuerpo podía rellenar. La sonrisa se multiplicó ahí por cuatro, y por ocho al descubrir cómo se tronchaba la pequeña de la cama de al lado, qué guapa era y espero que lo siga siendo, presa de una enfermedad rara. Y a su padre descoyuntándose también, quién diría que acababa de llorar. Tan ensimismados estaban todos en su conquista que no repararon en dar las gracias a aquellos payasos al verlos partir, la sonrisa danzando de acá para allá mientras los médicos hacían su camino. Ese día le perdí la pista, se largó al rincón de los recuerdos imborrables, pero hoy he vuelto a verla, dibujada en la faz de Marian, madre coraje, y de Rubén, dos años, todo el futuro por escribir, una carita para comérselo..., y de repente un tumor en el cerebelo. En medio del hartazgo de llorar y maldecir en el umbral de aquella UCI, lágrimas en la lluvia, su bebé envuelto en tubos y la vida en sombras, un milagro: sintió los labios arquear, prendidos de los extremos por hilos invisibles, y el rictus mágico fundió otro glaciar. Quien quiere vivir es más probable que viva, comprendió Marian, y desde su revelación ambas, madre y sonrisa, hacen creer a Rubén, convertido en Superbollete, que todo forma parte de un juego, qué divertido, como el de Roberto Benigni en 'La vida es bella'. Llaman por su nombre, bisílaba, estremecedora, a la enfermedad innombrable, para que vea que no la temen, y Rubén cada día carcajea más. Buen trabajo, Marian. Si en algún momento flaquean las fuerzas yo me pondré la nariz roja por ti, seré vuestro payaso, porque mientras tu pequeño Clark Kent ría vivirá, que esta es nuestra peli y aquí ganan los buenos.
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