Soy hijo del cuerpo. Es una frase que me gusta usar. La digo con orgullo. Mi padre es policía nacional. Ya jubilado, pero un policía ... nunca deja de serlo. Yo sé lo que es notar de niño la angustia de mi madre cuando él tardaba más de lo debido en volver del trabajo, que era casi siempre. El miedo a que le hubiera pasado algo en las noches en las que llegó a pasarse escondido en el piso de algún terrorista del GRAPO fruto de un dispositivo policial para detenerlo cuando pusiea un pie en su casa. El temor que recorría cada centímetro de nuestro hogar cuando se anunciaba el último atentado de ETA en la tele mientras comíamos. El silencio encogido. Sé lo que es no tener horarios. El pavor de que mi padre se adentre sólo en los peores barrios de Madrid, de la mano de un detenido, durante un viaje turístico con mi madre y amigos, para esclarecer un robo del que había sido testigo. La vocación de entrega y servicio a los demás. Un policía entrega su placa y su pistola cuando deja el cuerpo. Pero jamás deja de ser policía.
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Tengo muchos amigos policías. Me enorgullece. Y sé lo que es estar en Zapadores y mirar asombrado las goteras casi 'picassianas' que lucen en el techo de muchas de sus estancias. Sé lo que es pasear por el patio interior del enorme complejo policial (ese que todos los Gobiernos, todos, han elogiado pero todos han olvidado) y ver correr ratas tan grandes como gatos. Sí, las mismas que anidan en las muchas palmeras que jamás poda el Ayuntamiento de Valencia y que hacen las delicias de los vecinos de no pocos barrios de la ciudad. Sé lo que es ver cómo en comisarías de muchos pueblos los policías se tienen que cambiar en cocinas o hasta en garajes. Denigrados por los responsables políticos que no cesan de exigir mejores resultados en la lucha contra la inseguridad pero que invierten cantidades ínfimas en sus medios e instalaciones.
El caso de la ruinosa comisaría del Marítimo es sólo el último de los ejemplos. Yo sé lo que es que haya policías con picaduras de pulgas en un local que es una pocilga. Un escenario en el que el ministro Marlaska se permite tener como auténtico ganado a sus agentes, esos con los que tanto se le llena la boca en el Día de la Policía. Actos son amores. Sin ir más lejos, la comisaría es un antiguo chalé. Desvencijado. Pese a que está en uno de los distritos más golpeados por la delincuencia de la ciudad. El lugar del polvorín de la droga de Casitas Rosa. Todavía no he visto a ningún responsable político del Ayuntamiento de Valencia al que se les hincha tanto el pecho con solucionar los problemas del barrio decir nada sobre la situación de estos policías. ¿Sandra Gómez? ¿El alcalde Ribó? Ni media. ¿Será porque es cosa de un partido amigo? Como siempre, bah, política...
Y pasa hace siglos, con todos los responsables políticos mirando hacia otro lado. «En una misma habitación de la comisaría puede haber una maltratada denunciando, con un señor enfadado al lado al que le han rajado las ruedas del coche, una anciana a la que han estafado unos instaladores falsos del gas y, en la cuarta mesa, una patrulla haciendo un parte de intervención». Me lo contaba un policía. En 2018. Ayer. Pero da igual. Luego venga a criticarles porque dan palos, porque son radicales o por no actuar. Da igual. Ellos seguirán haciendo lo mismo que José Vicente Martos, el policía nacional que en 1992 resultó herido alejando a decenas de valencianos del coche bomba que estalló tras abandonarlo los etarras que asesinaron al profesor Broseta. Dar la vida por otros.
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