Érase una vez un guerrero inexpugnable pese a no conocer yelmo, espada o trovador que le cantara las gestas. Pietro, llamémosle así, masticaba acento extranjero porque también lo era su origen, aunque pasó entre nosotros toda una vida, dichosa hasta que el hado le mandó un cáncer de estómago. Contra la lógica el hombre venció a la bestia, que al cabo del tiempo se revolvió con otro zarpazo, ahora a los pulmones, sobre la gran cicatriz de nicotina. Nadie dudó de que volvería a someterla, pero esta vez una miserable pandemia ahondó el foso de su carrera de obstáculos. Atrapado en el marasmo del colapso asistencial, con la sensación de que los médicos hacían cuanto podían pero ya no podían tanto como debían, varias veces lo vieron bajar los brazos, mascullar pesaroso 'porca miseria' en el idioma olvidado. Cuando Pietro aguzaba el oído para comprobar si escampaba, apenas percibía el barullo de políticos forcejeando por el poder como perros por una chuleta. Érase una vez una joven amazona casi transparente. Luchaba Carla, digamos que ese era su nombre, contra una anorexia nerviosa a la que mantuvo a raya hasta que un confinamiento la ató de pies y manos, emparedada junto al maltratador atrincherado en su cabeza, embravecido por el síndrome de abstinencia que nutría la inmovilidad. Al flaquear las fuerzas invocaba a su psicóloga de la Seguridad Social, de uvas a brevas e inevitablemente por teléfono, y tras una de aquellas vivificantes charlas le partió el alma el diputado que rebuznó a un colega «vete al médico» por reclamar atención para la salud mental. Érase una vez un adolescente, Luis pongamos por caso, con prisa por desplegar las alas. Maduraba a lo Steve McQueen su huida del hogar, pequeño Alcatraz, quemado por el hielo de unos padres incapaces de respetarse y sin recursos para pagar un divorcio, cuando en medio de la cavilación sintió que el Covid lo encerraba con ellos en casa y pasaba el pestillo. En su desolación agarró la radio para lanzar un SOS, pero las ondas sólo transportaban voces que hablaban de jueces marcados como el ganado. Érase una vez una hostelera, ojalá poder llamarla Esperanza, habituada a escribir su futuro con el trazo firme del trabajo y de pronto incapaz de trenzar planes, la persiana de su negocio cayendo a plomo cada tarde como si no hubiera un mañana, porque quizá no lo habría. Rebuscaba hasta el alba un hilo de ilusión, pero el eco de las noches sin luna no trasladaba más que peroratas sobre modelos de Estado o disputas territoriales. Vivimos en dos dimensiones, la nuestra y la de ellos. Por cada historia que inventen, contémosles una real, adherida a la carne de aquellos a los que prometieron cuidar. Cuánta razón tiene el napolitano. Porca miseria.
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