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Una pareja, de mediana edad, protesta en la recepción de un hotel por la obligatoriedad de llevar mascarillas dentro del recinto. Lo de la mediana edad lo digo porque, tras el confinamiento, los más jóvenes son los que han recibido la mayoría de críticas por su supuesta imprudencia. Y en todas partes cuecen habas. El recepcionista trata de calmar los ánimos de los huéspedes, justificándose en que es una medida que la cadena aplica en toda España, motivada por las directrices del Ministerio de Sanidad ante la incidencia del coronavirus. Se oye de fondo el informativo de mediodía, que advierte del significativo aumento de contagios en Cataluña, pero nadie mira en ese momento al televisor porque la paella y la cervecita invitan a otros menesteres más satisfactorios. «No nos advirtieron de esto, si lo llegamos a saber no venimos», continúa quejándose la mujer por tener que taparse nariz y boca en las zonas comunes. «Se avisa en nuestra web», les advierten. «Es que nosotros hicimos la reserva antes del rollo este de la pandemia», le suelta ella al encargado, sin atisbo de rubor alguno mientras lo dice.
Los expertos auguran que en el País Vasco y Galicia el uso de la mascarilla será obligatorio en cualquier espacio de uso público esta misma semana, sumándose así a lo decretado en Cataluña, Andalucía, Extremadura, Aragón, Asturias, Navarra y La Rioja. Posiblemente en otras circunstancias estas dos comunidades hubieran tomado antes la decisión, por los rebrotes en regiones como Gipuzkoa o Lugo, pero las elecciones y el temor a que eso tuviera un coste en las urnas habría llevado a sus dirigentes a postergar la nueva norma.
A juzgar por cómo transcurren los acontecimientos la medida no tardará en imponerse en todo el territorio español para tratar de impedir males mayores -que ya veremos- porque lo cierto es que cuando las reglas se nos dejan a nuestra libre interpretación pecamos de temerarios. En los últimos días he discutido con tres o cuatro personas sobre lo de mantener la distancia mínima de seguridad. Ellos defendían que no era necesario portar la dichosa mascarilla por la calle porque es relativamente sencillo esquivar al resto de transeúntes por la ciudad, algo que yo pongo en duda teniendo en cuenta la estrechez de muchas aceras, la imposibilidad de prever cuándo va a salir alguien de un portal o de una tienda y las costumbres actuales que nos llevan a pasar más tiempo mirando al móvil que lo que sucede a nuestro alrededor. He salido perdiendo de todas las conversaciones, por supuesto. La imposición, en breve, zanjará el debate. Es triste que solo reaccionemos con multas de por medio.
No satisfechos con los muchos problemas a los que nos enfrentamos hemos encontrado un nuevo elemento de discordia, la máscara. Ponérsela o no, he ahí la cuestión. Ni siquiera en lo más básico, cuidarnos a nosotros mismos, conseguimos ponernos de acuerdo.
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