No pocos socialistas iniciados dan por buena la tesis de que Carmen Montón ha causado baja en el Gobierno por ignorar los consejos de Pío Cabanillas padre. «Al suelo, que vienen los nuestros». Lo que traducido quiere decir que la exministra y exconsellera de Sanidad habría sido víctima del fuego amigo, o elegida como pérdida secundaria para batir una presa mayor. En definitiva, que alguien con capacidad y acceso a sus rincones secretos decidió ponerlos en circulación y sacrificarla, para a cambio forzar al Partido Popular a que tuviera que hacer lo mismo con su nuevo presidente, Pablo Casado. Montón en efecto ha caído y lo que es peor acaba de entrar en el callejón de la agonía judicial, donde se investiga ese rumboso máster que obtuvo según parece a base de absentismo descarado, convalidaciones inciertas, manipulación de notas y plagio. Casado, sin embargo, lejos de quedar atrapado en tal estrategia, acaba de ser exculpado de lo suyo por parte de la fiscalía, así que ayer pudo verse en su visita a Valencia a un líder que se sabe con el camino despejado. Y tuvo ocasión de ponerle elogios y flores a un González Pons así como ungido; ¡cuidado Esteban que hay elogios que matan y te atan a la carrera por la alcaldía!
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La paradoja es que Casado queda a salvo mientras que la bomba montoniana ha servido para abrirle una severa grieta reputacional a su jefe y amigo, el presidente Pedro Sánchez, a cuenta de una tesis doctoral que apesta a engañosa y chanchullera. El legendario Manolo Alcántara suele contar la anécdota de ese paisano iracundo que a voz en grito solía decir «a mí a modesto no me gana nadie». Sánchez lleva años otorgándose méritos éticos a fuerza de colgar letreros de indecente al cuello de los adversarios y ahora el hombre se resiste a que se lo coloquen a él. Se entiende su resistencia porque no puede permitirse esa foto, sería letal. Él ejerce el poder como si estuviera en un plató de televisión rodando anuncios. Se le viene encima una crisis relevante y es incapaz de superarla por eso mismo, porque responde con tics publicitarios de pocos segundos y supuesta eficacia. Anuncia que va a quitar los aforamientos aunque no vaya a suceder, anuncia una reforma constitucional que no puede emprender, repite 17 veces en una entrevista eso de «yo soy presidente del Gobierno» como si fuera otro anuncio, en el mismo plan que el reportaje gráfico de sus manos (tal cual) o cuando se grababa orondo y resuelto en el avión presidencial. Todo normal, porque Sánchez para gobernar el país se apoya en las ideas esquemáticas de un publicista, Iván Redondo (secretario de estado y jefe de gabinete) que en vez de ciudadanos ve espectadores. Y Redondo le enseña todo lo que sabe; anuncios con la perrita en los jardines de Moncloa, poner caras interesantes delante del espejo y soltar eso de «es que yo soy el presidente del Gobierno». Concedido, lo es. Pero Foxá lo habría rematado mejor: yo soy presidente del Gobierno «y de los grandes expresos europeos».
Si dejamos al presidente Sánchez satisfecho e instalado allí en la Moncloa y miramos el paisaje político más cercano comprobamos que en apenas dos semanas ha quedado acreditado aquello que venimos avisando desde el principio de la legislatura. Que la exconsellera Montón y el conseller independentista Vicent Marzà eran (son) de una toxicidad extrema: para el Consell botánico, pero sobre todo para los valencianos. La exresponsable de Sanidad guarda muchos parecidos con su amigo y presidente Pedro Sánchez; buena planta, fachada afable y fondo acerado, agenda oculta, prioridades personales por encima del proyecto colectivo, sangre fría al medir los tiempos, templanza ante la coyuntura y un pragmatismo asombroso respecto a las personas. Recordemos; desoyó las directrices de Ximo Puig a la hora de gestionar su departamento, le quitó a Oltra y Podemos la bandera ideológica de 'sanidad pública contra sanidad concertada', arrolló a su antecesor Llombart en las formalidades del traspaso de poderes y repitió el mismo truco después en el ministerio, contrató periodistas para fabricar corrupciones ajenas y ha dejado finalmente una conselleria quebrantada por su empeño con la reversión del modelo Alzira. Bien es verdad que todos esos desmanes la catapultaron al ministerio; la jugada le salió bien. Hasta que le llegó su hora (Sergio Leone).
El otro tóxico del botánico es sin duda el independentista Marzà, uno al que le sabrá a poco los treinta millones de euros que los Pujol y Puigdemont han regalado a Eliseu Climent y Acció Cultural para implantar el catalanismo en Valencia. El conseller de Educación llegó con un propósito claro, desarrollar un modelo nacionalista en la educación pública, lo que requería de dos trámites importantes; marginar el castellano y arrinconar la escuela concertada. Lo intentó. La rebelión social fue inmediata. Después llegaron los tribunales. Los jueces del TSJ anularon y el Consell tuvo que enterrar los propósitos de Marzà, no sin antes atacar. Oltra y algunos colaboradores se echaron al monte contra los jueces: «un tribunal no puede ser una segunda cámara», «para tomar decisiones políticas hay que presentarse a las elecciones y es obvio que los magistrados del TSJ no se han presentado a elecciones», «se está forzando la separación de poderes», «una parte del poder judicial está interesado en ir contra el gobierno del Botánico», «atacan el valenciano y la autonomía de los valencianos con un posicionamiento político totalmente ideologizado», «esto es una involución», «se hace política en los juzgados», «los jueces podrían ir en las futuras listas del Partido Popular». Son los mismos jueces a los que jaleaban cuando investigaban las corrupciones de la etapa del PP, pero para Compromís una cosa es investigar al PP y otra impedir que el nacionalismo pueda desarrollar su programa sin cortapisas. Al final, el mismísimo Tribunal Supremo acaba de validar las sentencias del TSJ. El sistema judicial ha evitado la violación de los derechos fundamentales de numerosos valencianos, lo peor que se le puede achacar a un responsable público. Razón sobrada para la dimisión. Pero no la habrá. Compromís protegerá a su conseller favorito, uno de los pesos pesados de la coalición y Puig no entrará en guerra por él, entre otros motivos porque mantienen una relación estupenda. Quizá porque le recuerda lo que un día fue y ya no es. Joven y fieramente nacionalista. Pura nostalgia fusteriana.
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