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¿El principio del fin?

Belvedere ·

España queda en manos de los enemigos del modelo de convivencia de los últimos cuarenta años

Pablo Salazar

Valencia

Domingo, 5 de enero 2020, 09:44

Un demócrata de verdad no pactaría jamás con un partido o unos dirigentes cuya ideología, objetivos y estrategias estuvieran dirigidas precisamente a acabar con el sistema de representación popular, el de un hombre un voto, uno de los mayores logros de la humanidad. No caería en semejante contradicción tanto por coherencia a sus principios como por pura lógica y por honestidad intelectual. Al igual que un monárquico no podría llegar a acuerdos sobre la forma de gobierno del Estado con un republicano que tuviera como principal finalidad la de socavar sistemáticamente los cimientos de la Corona. Ni un católico sería capaz de colaborar con el anticlericalismo más furibundo en cuestiones que afectaran a la libertad religiosa o al culto. Tampoco cabe pensar que un liberal y un comunista pueden ponerse de acuerdo en la política económica a desarrollar por un gobierno, salvo que uno de los dos o los dos renunciaran a su pensamiento y cedieran ante el oponente. El diálogo con todo el mundo y principalmente con el contrario (hablar con el que piensa lo mismo no tiene ningún mérito) es condición indispensable en el ejercicio de la política siempre y cuando no se sobrepasen determinados límites. Volviendo a los ejemplos anteriores, monárquicos y republicanos pueden llegar a acuerdos en materias como la ordenación territorial, al igual que un católico y un anticlerical tienen que ser capaces de acercar posiciones en asuntos de economía y atención social, sanidad, infraestructuras, justicia... El pacto de gobierno de socialistas y comunistas con partidos nacionalistas que quieren superar el marco constitucional (PNV) o que abiertamente desafían la Carta Magna y el Estado de derecho (Esquerra Republicana) no sólo es contradictorio para un partido que se dice constitucionalista (el PSOE) sino que representa una traición a lo que ha sido el modelo de convivencia que durante los últimos cuarenta años ha funcionado en España con razonable éxito. A no ser, claro está, que lo que se pretenda sea precisamente eso, liquidar el modelo, enterrarlo, reescribir la historia, ajustar cuentas con el pasado, promover un cambio de régimen que mande al exilio al Rey de España, como ya se hizo hace casi noventa años con su bisabuelo, y transformar el Estado de las autonomías en una confederación de naciones que antes o después concluirá con la escisión primero de Cataluña, luego del País Vasco y a continuación de Navarra, Baleares, Canarias, Galicia, Valencia... Negociar con un político encarcelado por sedición es tan impensable como si la UCD del año 81 hubiera acudido a hablar con Tejero, Armada y Milans del Bosch tras el gope de Estado del 23-F. Y sin embargo, ha sucedido, la izquierda española lo ha hecho y el pensamiento único de la corrección política aún lo aplaude como un logro histórico. Otros pensamos, con amargura, que esto no es más que el principio del fin.

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