Se sienta en el retrete sin cerrar la puerta del baño, duerme con la radio encendida, tarda una semana en amontonar suficiente ropa sucia como para poner una lavadora y en ocasiones, cuando vuelve de la calle, dice en voz alta «¡Ya he llegaooo!», pero nadie responde y entonces enciende la luz del recibidor. En la mesa de delante de la tele no pone más que un plato y un vaso, y cena viendo Pasapalabra, o las noticias, o una serie. Tiene su propio uniforme de estar por casa: camiseta y pantaloncitos cortos, aunque puede prescindir de los pantaloncitos para sentirse fresco y suelto. Antes hablaba por teléfono, ahora está enganchado a las redes sociales y le cuesta mantener la atención mucho rato en una novela sin mirar recurrentemente qué hay de nuevo en su móvil. Más de una vez, sin darse cuenta, se ha frito un huevo caducado o se ha preparado un sándwich con las tapas del pan enmohecidas; la comida agoniza en su nevera porque los supermercados no empaquetan pensando en las familias de consumidor único. Es otro de tantos que viven igual de solos que el canario de mi tía Enriqueta.
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Viudos, trasladados, divorciados, solteros, olvidados por los hijos, vencidos..., cada vez más prójimos sin compañía y no por su elección. El desamor, el desarraigo, la emigración, la infertilidad, los trabajos, la vejez..., nos aíslan y nos separan tal que a hojas secas la corriente del río. ¿Somos consciente de cuántas personas mayores viven solas? ¿Y de cuantas de mediana edad? Los jóvenes no tanto porque no pueden pagarse la celda, aunque también. La soledad es una epidemia invisible que se cuela por debajo de la puerta que menos nos imaginaríamos. Los barrios antiguos, las ciudades dormitorio, las residencias de ancianos, los pueblos vaciados se están convirtiendo en improvisadas cartujas hormiguero.
Y nos faltaba la Covid; el miedo a relacionarnos, los confinamientos, los horarios restringidos, las mascarillas y la distancia social que nos ha dejado esa puta peste. Aunque no ocupa lugar alguno en el discurso de los próceres ni puede evaluarse en euros ni tampoco combatirse con decretos leyes, la soledad se está convirtiendo en uno de los principales problemas de España. Los políticos dicen que tenemos un problema de salud mental, pero si lo pensaran un poco se darían cuenta de que muchas veces es tan sencillo como llamar «soledad» a ese problema, pura soledad. Si en mi mano estuviera, mañana mismo crearía un ministerio contra las soledades y cogería por los cuernos el toro de esta nueva verdad española: aquí ya es menos probable morir solo que de soledad.
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