Igual que una persona no muere hasta que el médico la desenchufa, una casa no se abandona del todo hasta que la wifi se desconecta. Es el corazón artificial de las viviendas como antes lo fueron el hogar o la televisión. Yo termino de apagar la wifi de mi casa de Bruselas y el móvil ha soltado un pitidito con desgarro de red perdida para siempre, a partir de ahora dormiré en un hotel cuando venga. Las bombillas siguen prendiéndose y si abro el grifo sale agua, pero mi internet nos ha dejado. ¡Oh, el alma de la casa ha ascendido a los cielos! Mañana esto será otro piso vacío que se alquila, pero no el mío porque mi wifi ya no estará con nosotros. Salgo y cierro la puerta despacio, con el respeto con que se abandona un panteón. Atrás quedan ocho años de exilio e independencia personal. Vivir lejos te aísla, es verdad, aunque también te libera de visitas imprevistas, cenas de compromiso, funerales obligados o cruces indeseados por la calle. Y puede el exiliado sentir nostalgia al final de su exilio. Sí, puede.
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Recuerdo a Piluca teletrabajando sin horario y, los sábados, volviendo del Bois de la Cambre con su cámara llena de patos y gofres de Pascalino. Recuerdo un sobresalto en medio de la noche: «Esteban, Francesc, s'ha mort». Recuerdo a mi madre atrapada en la ciudad tras el ataque yihadista del 16, y que tuvo que escapar por Lille. Recuerdo a mi padre disfrutando de su visita a Brujas con Amparo como si la vida tuviera sucesivas primaveras. Recuerdo a Marietita durmiendo todavía en mi cama. Recuerdo a Paula y Jorge, y que fuimos cinco en el confinamiento. Recuerdo una cata ciega de tortillas de patata que organizó Espe y las «galettes des Rois» belgas compartidas con amigos y suspiros de España. Y a Carmen, Lucía y Nacho de escapada, y a Marilar que dejó sin ostras el Atlántico norte. ¿Sabéis?, todos los años corría la media maratón. Aquí escribí dos novelas y tuve dos tazas que decían: «Mañana saldrá el sol».
Pero si algo queda irremediablente atrás es la infancia de mi hija Ñus. Llegó siendo una niña a Bruselas y ahora lleva puesta una camiseta mía. Quiere la casualidad que hoy sea su cumpleaños y yo no me atrevo a explicarle que el verdadero regalo son los recuerdos que compartimos, que sólo la memoria vence al tiempo. Ella ha crecido en la casa que cierro; aquí se quedan sus peluches, sus Sylvanian, sus lentejuelas, su nieve, su calle de la Loca Canción, su Aldanity de color café con leche... Los buenos recuerdos son la única herencia que dejamos a nuestros hijos, el resto..., el resto por suerte se apaga cuando se desenchufa la wifi.
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