El Puerto de Valencia no es una papelera, ni una petroquímica, ni una cementera o una mina de carbón, sino un caladero del que la ciudad ha vivido durante siglos, plataforma de su raigambre comercial, pero de repente, y decimos de repente, se ha convertido para la nueva izquierda mística en un símbolo de atavismo, una rémora contra la ecología, contra el progreso y contra los valencianos. Ahí queda eso. El Puerto tiene un problema grave, porque de repente Compromís, Podemos, una parte acomplejada del PSPV y otros asimilados lo han convertido en objetivo de su estrategia política, un icono supuestamente contaminante, vaya tela, fácilmente abatible en las redes sociales y con ello, de paso, declararles una guerra sorda a los Vicente Boluda, a los patronos de AVE (del primero al último, aunque sobre todo al primero) y hasta a la CEV de Salvador Navarro, al tópico del gran capital en fin; así de chusca puede llegar a ser la acción política en los tiempos tontorrones de Twitter.

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El alcalde Joan Ribó fue el comisionado para tirar la primera piedra contra el Puerto allá por el mes de julio, de repente, demostrando que ni le importa ni lo siente como suyo, aunque después ha ido matizándose. Pero no es una operación personal, sino de Compromís, planeada por esos jóvenes coroneles que mandan en el Bloc (los Marzà, Ferri, Micó) y a la que hasta ha tenido que sumarse Mónica Oltra, para no quedarse atrás (tragándose incluso el pacto con Errejón, otro error como se verá el 10-N). Pongámonos en su pellejo. El 28 de abril hubo elecciones generales y la coalición salió muy tocada, con medio millón de votos menos y la sensación de que había empezado la cuesta abajo. Se dieron cuenta de que su agenda política no funciona. Pero había una isla afortunada, una excepción al declive general; la ciudad de Valencia, donde Ribó y los Fuset y los Grezzi han moldeado un proyecto exitoso con una clase social nueva, emergente, cortada por el mismo patrón: jóvenes o casi jóvenes, muy urbanistas y bicicleteros, y modernos a su manera pero viejunos con sus reminiscencias antisistema o comunistoide, ecologistas pero más individualistas que nadie en su conducta, ambiciosos para meterse los codos entre ellos, feministas ellos siempre que ellas no les pisen los talones ni incordien demasiado, muchos se dedican a la política o a todo donde fluya dinero público, son universitarios, maestros, funcionarios, o empleados en entidades concesionarias de la administración, o activistas de ONG o fundaciones pagadas con subvenciones, gente que nunca trabaja en la economía real, que no ha hecho una hora extra en su vida, con mucho tiempo libre, que no gana mucho pero sí lo suficiente para tirar bien porque no necesitan compartirlo, que no tienen hijos o tienen uno muy tarde, que reemplazan a los hijos con un perrito y a veces con dos, porque salen más baratos los perritos y dan menos preocupaciones y devuelven el mismo afecto y además eso les hace animalistas. Así es el pueblo elegido de Compromís, con conciencia de predestinado, el que Ribó ha logrado aunar en la ciudad de Valencia. Y ese es el clavo ardiendo o la piedra filosofal al que quieren agarrarse para prosperar políticamente. Esto tiene consecuencias políticas importantísimas. Significa que la izquierda de la izquierda tira definitivamente la toalla como baluarte del proletariado, de las clases trabajadoras, de las masas populares, de la clase media baja, que ya sólo puede refugiarse por defecto en el partido socialista o más allá, en los partidos del centro derecha. Ironías del destino, la apuesta de Compromís y Podemos por una elite social urbanita y privilegiada expulsa de su seno a la gente con menos fortuna, o peor preparada o socialmente más vulnerable, porque los intereses y los puntos de vista de unos y otros chocarán sistemáticamente, empezando por el Puerto.

¿Cómo se imagina esta clase en ascenso, tan molona, que se pagarán sus sueldos públicos en un territorio sin industrias?

La nueva bandera de la izquierda mística es un ecologismo de máximos, sin concesiones. Y ahí tienen el Puerto para combatirlo, a falta de papeleras, petroquímicas o cementeras. Lo siguiente, por las mismas, puede ser la factoría de la Ford y su mercancía diesel. Ahora bien, esta clase en ascenso, tan molona, ¿cómo imagina que se pagarán sus sueldos públicos?, en un territorio sin puertos, sin industrias, sin automóviles y por tanto sin empleos privados que generen recursos para financiar los presupuestos públicos por la vía de los impuestos. Esa Valencia limpia sin nada de nada que no sean funcionarios ya existe, está inventada. La mitad de las cincuenta capitales de provincias españolas son exactamente eso, ciudades sin tejido productivo de ningún tipo que sobreviven apenas gracias a una clase autonómica funcionarial y el comercio justo para abastecer a la casta superviviente, unos pocos privilegiados y todo lo demás un erial. No es un espejo halagüeño; algunas de ellas en los últimos años han logrado mejorar su decadencia vital gracias al fenómeno turístico, que llega a todas partes, por oleadas. Pero a la nueva izquierda social tampoco le gustan los turistas, le sobran todos los que no estén cortados bajo su patrón particular. Luego está el mantra de la nueva economía, del negocio de los datos, del espectro digital como sustitutos naturales de todo lo viejo y supuestamente contaminante. Por esa rendija se ha colado el eurodiputado González Pons, como un espontáneo en el debate, descolocando a su partido y dejando desamparada a María José Catalá, con la sonrisa helada. Como teorema no está mal, lo malo es que no se sostiene sobre la realidad. Los jóvenes valencianos más formados y con más talento están emigrando al Madrid de las mil contaminaciones porque allí se dan las oportunidades profesionales.

Lo primero sería abordar un debate de modelo territorial, pero no se puede empezar con la conclusión de que hay que cerrar el Puerto

La única manera de jugar un papel en la nueva economía digital será sobre la base y la innovación de nuestras plataformas productivas históricas y actuales y no derribándolas frívolamente para levantar algo nuevo sobre la nada con un planteamiento tremendista. Compromís en 2017 apoyaba la ampliación de la V-21 como demuestra la moción de Baldoví en el Congreso, la nueva terminal del puerto empezó a planificarse hace quince años con González Pons como conseller de Camps. Han cambiado de opinión y debieran explicarlo mejor. Puede debatirse la petición de Ribó de que el acceso norte sea exclusivamente ferroviario, es una opción, pero eso implica un tráfico de cuarenta trenes diarios, un tren cada media hora para salir y otro para entrar, habrá que agujerear la ciudad con anchísimos túneles para soportar esa circulación. Por supuesto que preservar el Saler y la fachada marítima está fuera de discusión, el Puerto no puede tener barra libre y nadie ha planteado tal cosa. Tiene razón González Pons de que lo primero que habría que abordar es un debate de modelo territorial, pero por eso mismo no se puede empezar el debate por su final, por la conclusión de que hay que cerrar el Puerto.

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