Una vez, en la pista de Distrito 10, me dieron tal puñetazo que me partieron la nariz. No la vi venir. Mi camisa blanca acabó ... moteada con manchas de sangre y recuerdo que el portero de la discoteca me preguntó al salir qué había pasado. Me limité a decir: «nada, que yo sepa». A mi madre, esa misma tarde le dije que me había salido sangre de la nariz, y a mi padre, cuando el hematoma floreció entre la nariz y el ojo, que me había pegado con el marco de una puerta. Esta última mentira duró hasta que mi hermano le dijo: «¿Has visto la galleta que le han soltado a tu hijo?». Aquel puñetazo a mis 16 años sirvió para hacer bueno el refrán de «nunca viene mal una hostia a tiempo». El golpe me enseñó a no meterme en líos durante el resto de mi presente vida. Una noche de Fallas en Cánovas vi como a un tío le rompieron una litrona de cerveza en la cabeza. Me impactó aquella testa chorreando sangre y me largué a mi casa. Otra noche, en la misma zona de marcha, varios cabeza rapadas le pegaron una paliza considerable a un chaval junto al pub Lili Marlene.
Publicidad
El pecado del chico fue rozarle el codo a uno de los skinhead con el espejo retrovisor del coche. El chico, paró y bajó a ver si el otro chaval estaba bien. Aquel gesto de preocupación fue respondido con una lluvia de puñetazos por un grupo de skins. Durante estos días he seguido con atención el juicio a los ocho jugadores argentinos de rugby que apalizaron hasta la muerte al joven Fernando Báez Sosa a las puertas de una discoteca. El conflicto empezó dentro y se resolvió fuera. Cinco de los jóvenes han sido condenados a cadena perpetua y el resto a penas importantes de prisión por un crimen con tintes racistas. La vista ha generado un gran revuelo en Argentina y puede servir de punto de inflexión de cara a un futuro para que la violencia desaparezca de los ambientes juveniles. Fernando Báez fue apalizado hasta la muerte y alguno de los autores incluso se fue a comer una hamburguesa después de la tremenda agresión, despreocupados de si la víctima vivía o no.
Máximo Thomsen, al que señalan como el autor de la patada mortal -la imagen de una de sus zapatillas con la suela manchada de sangre es demoledora-, se desmayó en el sala después de que le comunicaran que era condenado a cadena perpetua -se pasará al menos treinta años a la sombra-. Thomsen fue señalado durante el juicio como el líder de esa manada que cayó sobre Báez, aseguran que él y Ciro Pertossi, otro de los condenados, no pararon de golpear a la víctima. Thomsen, en sus declaraciones iniciales, culpó de la agresión mortal a un chico que ni siquiera estaba allí, sino a cien kilómetros de distancia. Los gallos también son cobardes. El cabecilla del grupo, el chulo del barrio, fue el único de los condenados que se desmoronó al escuchar el veredicto. Al final, la vida te ubica. El bravucón de Thomsen exhibió sus debilidades ante un país y las madurará durante media vida en la cárcel.
Suscríbete a Las Provincias: 12 meses por 12€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.