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A lo largo de mi vida he elaborado unas cuantas teorías para justificar mi desapego por el deporte. Ver a los demás haciendo cosas me aburre y correr me cansa. Es un resumen muy rápido, pero aquí, que nadie se entera, me puedo permitir ser ... sincero y no necesito dármelas de nada. Sin embargo, siempre me ha despertado curiosidad saber qué ocurre en la cabeza de los miles y miles de personas que día tras día pueblan calles, caminos y pistas vestidos de atletas. Cada mañana, puesto que ando al día unos cuántos kilómetros sin otro ánimo que el disfrute del aire puro, me adelantan jadeando. Les veo sufrir, sudar y, a menudo, detenerse exhaustos con la mirada perdida. Y trato de adivinar en cada uno la razón, el motivo de tanto sacrificio. Los tengo más o menos clasificados. Están los que corren para ganar, entre los que abundan quienes desean compensar alguna inferioridad oculta, los que desean alcanzar un límite sin sobrepasarlo, los que disfrutan de la energía colectiva (como ocurre en un concierto), aquellos que gozan del dolor breve y el orgullo eterno, quienes pretenden olvidar, centrar la mente en algo o averiguar de qué son capaces. Algunos tienen una causa o quieren experimentar algo físico, otros corren porque un día ya no podrán, o por ponerse en forma, para reemplazar otra adicción, por liberar la mente y curar el insomnio, para comer más sin engordar, porque es un estilo de vida, porque les sobra energía, para sentir algo, para afrontar una depresión, porque canalizan a Forrest Gump y no lo saben, porque han empezado y siguen, porque el dolor y el cansancio sobreescriben el cansancio emocional y moral, por aliviar el estrés, para dominar el cuerpo o para superar una enfermedad. Por ejemplo.
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