Urgente Emergencias lanza un aviso urgente a la población por la alerta por lluvias y granizo en Valencia

Ahora se cumplen treinta y seis años desde que los hermanos Martínez Larios asesinaran a tres guardias civiles destinados en el puesto de la Guardia Civil de la localidad valenciana de Moncada. Los acuartelamientos de la Benemérita apenas contaban con efectivos, mientras los índices de delincuencia se habían disparado. Los atracos a entidades bancarias y a estaciones de servicio, los asaltos a casas de campo con sus moradores dentro y el robo de cosechas en la huerta valenciana, hicieron saltar todas las alarmas.

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Montado el control policial en el lugar ordenado, Agustín, procedió a dar el alto a una furgoneta al objeto de identificar a sus ocupantes. Estos, tras detenerse bajaron del vehículo abriendo fuego sin mediar palabra. Los tres guardias civiles que conformaban la patrulla aunque respondieron con sus armas de inmediato, resultaron heridos de muerte. Uno de los asesinos, Andrés Martínez Larios, falleció horas después del enfrentamiento. El otro, Luis Martínez Larios, hermano del anterior y que huyó del lugar de los hechos, fue detenido posteriormente en una pensión de la calle Bello de Valencia con una herida de bala, y puesto a disposición de la Autoridad Judicial.

Enjuiciado y declarado culpable fue condenado a 158 años de cárcel, pero, le bastaron catorce para saldar su deuda con la sociedad. En 1998 paseaba tranquilamente por la calle. A éste, no le hizo falta la derogación de la 'doctrina Parot' para reírse de los españoles, burlarse de las víctimas y de sus familiares, y carcajearse del sistema. Los hijos y viudas de los tres guardias civiles asesinados, hace mucho tiempo que fueron olvidados por aquellos que tienen por costumbre frivolizar con tanta sangre inocente derramada.

Esta es la Guardia Civil española; la que cada día pide que se le den los puestos de mayor peligro y responsabilidad; la que se desangra y muere en silencio; la que al día siguiente con lágrimas reprimidas vuelve a salir al servicio a combatir las mafias del crimen organizado y la corrupción política; a perseguir el tráfico de drogas; a vigilar nuestras carreteras; a proteger nuestro medio ambiente; a dar si es preciso la vida por que España no se rompa, y para que el pueblo al que pertenece, del que procede, y del que es parte integrante, siga viviendo tranquilo.

Ser guardia civil es poner tu voluntad casi sin dudarlo al servicio de la disciplina; estar consagrado en cuerpo y alma a ser toda tu vida un instrumento de paz; a ser un pronóstico feliz para el afligido; a poner la verdad ante el error, la confianza frente a la desesperación, armonía en la discordia, alegría en la tristeza, perdón en la ofensa, y, si es preciso, a pagar con la propia vida las culpas de los demás. Esto es, bajo mi punto de vista, lo más grande y generoso que puede hacer una persona a lo largo de su vida.

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Con la presente, quisiera, en nombre de todos los valencianos de bien, rendir un humilde pero sincero homenaje; un homenaje de admiración y de respeto a estas tres figuras señeras que entregaron sus vidas al servicio de los demás. Ellos eran conscientes, desde el primer día que vistieron tan honroso uniforme, que en caso de tener que entregar su sangre en acto de servicio, sólo les cabría esperar un recuerdo de gratitud.

Nos remontamos al 17 de enero de 1984, una noche fría de invierno. El Centro Operativo de Servicios (C.O.S.) alertaba a puestos, destacamentos, parejas en servicio y patrullas rurales. A las tres de la madrugada, el tableteo de dos metralletas rompió el silencio de aquella noche fría. Por cama, el asfalto de la carretera, y por techo, el inmenso firmamento estrellado. Se llamaban Agustín Gómez Pérez, de 29 años, natural de Riopar (Albacete), casado y padre de un hijo; José Álvarez Cortés, de 48 años, natural de Almendralejo (Badajoz), casado con tres hijos; y Cayetano Carmona Carmona, de 50 años, natural de Arjonilla (Jaén), casado y padre de dos hijos. Lugar del suceso: kilómetro 5,300 de la antigua carretera que unía Burjasot y Bétera (hoy CV-310), concretamente, en el cruce del camino de Camarena en el término municipal de Godella, a pocos kilómetros de Valencia. Tenían por misión estar alerta, no solo vigilando constantemente el orden constitucional establecido, sino cualquier acción que vulnerase la convivencia pacífica de los ciudadanos y de la Patria. Repentinamente, dos bestias asesinas, sin conciencia, sin escrúpulos, autores también del asesinato de un vigilante jurado en un supermercado, del director de una sucursal del Banco de Valencia, de varios atracos y robos, así como de la sustracción de dos subfusiles a soldados del entonces Regimiento de Infantería 'Guadalajara 20', segaban la vida de tres padres de familia.

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Las campanas doblaron a muerte; tres féretros fueron alzados por dieciocho guardias civiles; la bandera nacional llevaban por sábana; junto al crucifijo, un tricornio de charol negro; apenas pesaban en sus hombros; caminaban despacio, acompasados, firmes, las cabezas abatidas, los corazones oprimidos, ojos húmedos y mandíbulas apretadas; llevaban sobre sus hombros la gloria y el honor que después de 175 años de historia, sigue siendo el más noble patrimonio de esta benemérita Institución. Los vecinos de la localidad valenciana de Moncada abarrotaron las calles para con respeto, afecto y cariño darles su último adiós. Seguían un camino, el de la historia. Hoy, en el trigésimo sexto aniversario de sus muertes, en nombre de sus familiares y de todos sus compañeros, presentes una vez más al pie de la sepultura y con las fuerzas que nos permita la emoción, vuelvo a pedir a Dios y a repetir: mis queridos amigos, ¡descansad en paz! Hasta la gloria.

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