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Mi abuelo sólo hablaba valenciano. Mi abuela aprendió el español porque estudió interna en un colegio religioso de Valencia. De paso le enseñaron piano. Detalle curioso, acarició las teclas hasta su muerte, pero al regresar al pueblo del español se fue olvidando. Al valenciano le quiero no sólo por las razones sentimentales expuestas, sino porque gracia a él pude incrustar el morro en el mercado laboral. Lo aprendí de oído, como quien dice, gracias a mis abuelos.
Si un oyente llama a la radio en valenciano, le contesto en ese idioma. Si subo en un taxi y el conductor suelta «bon dia» la charla brota en valenciano. Opto por la naturalidad, por facilitarle la vida al prójimo en materia lingüística. Si un guiri gabacho me aborda le contesto en franchute y así refresco la lengua de Molière que ocupó mi infancia tangerina. Incluso cuando me entran en inglés experimento cierto placer al responderles desde mi macarrónico inglés de Toro Sentado. Insisto: naturalidad y derramar afecto hacia el otro. ¿Cuesta tanto? No. Disfrutamos dos idiomas oficiales en nuestra Comunitat, por lo tanto ambos sirven y creo recordar que sesudos estudios alumbrados en universidades de Wisconsin, Texas, Wichita, Manchester, Lynchburg y Hospitalet sugieren que alternar dos idiomas sin traumas retarda el anquilosamiento de la sesera. Convendría, pues, no quebrar la entente cordiale y dejar en paz a los médicos ahora que pretenden exigirles el valenciano por imperativo legal. Bastante ocupados/preocupados andan con el Covid como para iniciarse en las, por ejemplo, obras de Enric Valor justo ahorita mismo. Si desconocen el valenciano allá ellos. Si no les atrapa el interés por descubrir una lengua tan fértil, peor para ellos. Pero al doctor, llámenme loco, sólo le pido sanación aunque me hable en Esperanto o extienda la receta en Sánscrito.
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