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En medio de la oscuridad, de tanto en tanto surge algún lumbreras que anima el cotarro. Esta vez hay que remitir los agradecimientos a Ramón Espinar, otro de esos librepensadores intensos como la cápsula negra de la Nespresso que nos trajo la nueva política. Presume ... orgulloso el erudito tuitero de que su hijo se ha librado de «la amenaza», «el chantaje» y «la cultura del miedo» -cuánta riqueza léxica requiere el oficio de predicador- que encierran esas diez palabras tan aviesamente pronunciadas en estas fechas por generaciones de opresores en la impunidad del hogar: «Si te portas mal no te traerán nada los Reyes». ¿Cómo no lo vi antes? Propongo otro 'me too' para expiar tanta ceguera. Sometido a un régimen de terror desde niño, torturador de adulto fruto de aquella infancia difícil, y yo sin saberlo. Aún es más grave, Ramón, que mi cruel madre añadía cada mañana de 6 de enero, mientras las legañas se abrían paso entre regalos, otra frase oscura y sin duda malintencionada, «este año los Reyes se han vuelto locos», en un soberano abuso a través del remordimiento, además de frivolizar con algo tan serio como las enfermedades mentales. Amigo Ramón, ahora lo veo claro: como decía 'Cruz y raya', lo tuyo va a ser del riego. O eso o sufro una suerte de síndrome de Estocolmo, porque tanto maltrato psicológico en la órbita del roscón -si no te portas bien, ay si no te portas bien- sólo dejó en mí buenos recuerdos. Las carreras por el pasillo, dos superhéroes en pijama, yo el Churro, mi hermano el Buñuelo, en busca de sus sorpresas. Aquel muñeco, Zorak, que giraba la cara y hubo que pedir dos años seguidos porque el primero se rompió. El madelman de Spider-Man arrumbado entre las cuentas pendientes, una carta de los Reyes explicando con letra familiar que todas las existencias fueron a parar a los niños de no sé qué país devastado por la tragedia -aún no se había inventado Amazon-. Las mariposas en el estómago y la necesidad de que la luna pase pronto, un oído con Supergarcía, el otro en el balcón. El carbón hallado con desánimo al fondo del zapato -más martirio, querido Ramón-. La estrategia: como hijo, para que mi receloso hermano no descubriera tan pronto el pastel -«los he visto, Carlitos, cierra los ojos que te juro que los he visto»-; como padre, encubriendo al Baltasar del cole que tenía el cuello blanco -«es un paje, cariño, los Reyes van muy liados estos días»-. La coreografía, distribuidos los paquetes como reparte el Calvo de la Navidad sus sobresaltos, que no salga el Gordo demasiado pronto, que quede alguna pedrea sabrosa para el final. La cama que se agita de madrugada, «¡han venido!», y te lanza de cabeza tras una estela infantil a por la cámara de vídeo, esa noche a tope de batería. El mercadillo del Cabanyal. Aquel grito -«¡el Halcón Milenario!»- que tanto me curré y nunca olvidaré. La Monster High loba que no estaba por ninguna parte y los Pokemon buscados por Asia y peleados en las subastas de eBay. Y sí, por supuesto el omnipresente «pórtate bien o no te traerán nada», convencido de que regalar magia a tan exiguo precio tampoco es pedir demasiado. Pero tú, politólogo, ve a lo tuyo. Ya lo cantaba Fofito: dale Ramón, chuta más fuerte que eres todo un campeón. Aunque por si acaso sé bueno, que es 3 de enero y ya huele a camello. No querrás que pase de largo.
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